Eryan se quedó inmóvil.
Esa voz —suave, cálida, imposible de confundir— le atravesó la espalda como una flecha.
Giró lentamente.
Soren estaba ahí, a pocos pasos, respirando un poco agitado como si hubiera estado buscándolo. La cámara colgaba de su cuello, y la misma expresión curiosa del primer día brillaba en sus ojos.
—Usted… —murmuró Eryan, odiando que su voz temblara—. ¿Por qué volvió?
—Porque pensé que lo vería otra vez —respondió Soren sin rodeos.
Eryan apretó la mandíbula. Esa honestidad desarmaba más que cualquier hechizo.
—No deberías acercarte a desconocidos, mundano —gruñó—. No sabés quién soy.
—Tampoco usted sabe quién soy yo —replicó Soren, con una calma inesperada.
Eso tomó a Eryan por sorpresa.
No era una respuesta sumisa.
Era una respuesta equilibrada, tranquila… peligrosa.
Soren bajó la mirada por un instante, pero enseguida volvió a alzarla con una convicción suave.
—El otro día… lo vi triste —dijo—. Y pensé que quizá no quería estar solo.
Eryan sintió un impulso absurdo de retroceder.
Nadie, en siglos, había leído algo en él.
Mucho menos un simple humano.
—No entendés nada —dijo, casi en un susurro áspero—. Y mejor así.
Pero Soren dio un paso adelante, indeciso, como si luchara entre acercarse o respetar la distancia.
—¿Puedo tomarle una foto? —preguntó al fin.
Eryan abrió los labios para decir “no”.
Para gritarlo.
Para desaparecer.
Pero algo lo frenó.
Tal vez fue la forma en que Soren sostenía la cámara:
no como una herramienta, sino como si estuviera a punto de captar algo que temía perder.
—¿Qué pretendés capturar? —preguntó Eryan, con voz baja.
—La verdad —respondió Soren.
El clic del obturador estalló en el aire.
Fue un sonido pequeño, casi insignificante.
Pero en Eryan, algo se tensó como una cuerda a punto de romperse.
No era magia.
No era destino.
Era algo mucho más peligroso:
lo estaba viendo.
De verdad.
Soren bajó la cámara despacio.
—Gracias… —dijo—. No sé qué es lo que vi, pero… no quiero olvidarlo.
Eryan desvió la mirada. No confiaba en su propia voz.
Y por primera vez en siglos, sintió miedo.
No del humano.
Sino de lo que ese humano podía despertar