El amanecer llegó sin aviso.
El cielo, aún cargado con los últimos restos de la tormenta, parecía doler.
Soren despertó sobre la hierba húmeda, con el cuerpo entumecido y el alma hecha cenizas.
Durante un segundo quiso creer que nada de lo ocurrido era real. Pero ahí estaba.
El amuleto.
Aquel que Eryan jamás se quitaba descansaba junto a su mano, agrietado, como si hubiera sobrevivido a algo que ningún ser debería enfrentar.
Lo tomó con una delicadeza casi temerosa.
El cristal emitió un brillo débil… y entonces lo sintió: una leve pulsación, como un eco lejano de un corazón que seguía latiendo en otra parte.
Eryan no estaba muerto.
Solo… más lejos.
Los días que siguieron fueron un vacío extraño.
El bosque calló. El castillo quedó en silencio. Incluso el viento parecía repetir su nombre.
Y aun así, cada noche Soren cumplió su promesa: alzaba la vista al cielo, buscando alguna señal.
A veces juraba escuchar su voz entre las hojas.
O ver su reflejo en el lago.
Y aunque la lógica le decía que era imposible, algo dentro de él lo reconocía sin dudar:
Eryan seguía allí.
En alguna parte de los dos mundos
Una tarde, mientras el sol caía, el amuleto volvió a brillar.
No era el destello débil de los días anteriores. No: esta vez la luz era cálida, intensa, viva.
Soren lo sostuvo entre sus manos.
Una energía familiar lo envolvió como un abrazo.
—Eryan… —susurró.
El viento respondió con una caricia leve, y una voz profunda y suave se filtró en lo más hondo de su mente:
“El amor entre mundos nunca muere… solo cambia de forma.”
Soren cerró los ojos, sintiendo cómo una lágrima caía por su mejilla.
El cielo se despejó de repente.
En medio de la noche apareció una constelación nueva: dos estrellas juntas, unidas por un hilo dorado.
Eryan.
Y él lo supo sin necesidad de explicaciones.
Pero algo más ocurrió.
El amuleto vibró.
Un resplandor azul se extendió desde su centro… y una fractura luminosa se abrió un segundo en el aire frente a Soren.
Pequeña. Inestable.
Pero real.
Un portal incompleto.
El corazón de Soren dio un vuelco.
Eryan no solo estaba vivo.
Estaba intentando volver.
O tal vez… llamándolo.
Apretó el amuleto contra su pecho y murmuró:
—Si los dioses creen que esto es el final, se equivocan.
El viento sopló cálido, como una respuesta.
La grieta azul titiló una vez más antes de desvanecerse.
Soren alzó la vista al cielo.
No había certeza.
No había final.
Solo una promesa.
El viaje entre mundos no había terminado. Apenas comenzaba.