Desde la llegada de aquella desconocida, los días habían sido nublados y más fríos de lo normal, pero hoy había amanecido diferente: había una calma inusual y el sol transmitía una calidez reconfortante. Lamentablemente, dentro de aquella vieja choza, el ambiente no era tan agradable como en el exterior.
La anciana había ido a ver a la joven que descansaba tranquila para asegurarse de que se encontraba bien, pero grande fue su sorpresa cuando, al ingresar a la cabaña, la escuchó gritar entre sueños. Sin dudarlo dos veces, se dirigió a despertarla.
Al despertarse, la chica tenía mala cara y estaba transpirando. La miró por unos segundos antes de quedarse contemplando un punto fijo; no le habló, no se quejó, simplemente estaba perdida en sus pensamientos, en su mundo.
No quería molestarla con preguntas excesivas. Desde que volvió la joven, la anciana había notado que tenía un carácter totalmente diferente al de la joven rota que había conocido hacía siglos atrás. Aún estaba rota y se podía ver el vacío en sus ojos, pero su espíritu, de cierta forma, se había fortalecido, y con él, el desprecio por todos los que alguna vez la lastimaron.
La anciana le había llevado una muda de ropa, pues la que había traído resultaba llamativa para todos y resaltaba de forma negativa. Luego de que se fuera y antes de retroceder en el tiempo, la anciana, por cariño, había guardado algunas pertenencias de la joven en un viejo rincón de su cabaña. En el fondo de su corazón tenía la esperanza de que volviera algún día, y aquella pequeña pizca de esperanza fue la causante de que ahora Sigi estuviera de nuevo aquí. Al fin y al cabo, solo ella conocía de cerca a Los Portadores del Olvido y podía tener la respuesta para, por fin, ganar la batalla final.
La joven bajó del cuarto con un viejo conjunto que le quedaba a la perfección a pesar del tiempo que había pasado. Su gran melena pelirroja estaba recogida en una coleta alta, lo que le daba un aspecto más maduro y hostil. La anciana la vio sorprendida; una vez que se sentó en la mesa junto a ella, las palabras surgieron para, por fin, preguntar cuál había sido la decisión que tomó la joven junto con los dragones.
—Entonces, ¿ya tomaste una decisión? —las palabras salían pausadas, con miedo de que Sigi cambiara de opinión por simplemente escucharlas.
La joven la miró y cuidadosamente colocó la taza con la que estaba desayunando a un costado.
—Sí, los voy a ayudar.
Cuando la anciana pensó que por fin iba a poder soltar un suspiro de alivio, este se quedó atorado a mitad de su garganta, ya que la joven volvió a hablar.
—Pero antes tengo algunas aclaraciones que hacerte, y por ende a Ragnar también.
No pudo evitar que en su rostro se formara una mueca de preocupación.
—Te escucho, Sigi.
—Esa es la primera regla: no más "Sigi" ni "Sigrhildr". Soy Adelaida. Hace mucho tiempo que dejé de ser Sigrhildr, y las dos sabemos que ese nombre nunca me correspondió.
Adelaida la miraba de reojo, sin saber qué buscaba en el rostro de aquella señora. Pero si la iban a obligar a jugar, ella pondría las reglas.
—Segundo, no quiero que Hakon se me acerque, ni Astrid. Voy a interactuar solo con las personas necesarias, y nadie más. Si es algo importante, te lo comunicaré a ti y serás la responsable de hacer correr la voz, ¿entendido?
Yrsa asintió en silencio.
—Y tercero: durante mis entrenamientos, no quiero que nadie me moleste. Solo pueden hablar conmigo o hacerme compañía los dragones.
Suelta un largo suspiro y se rasca la nuca. La pelirroja tenía una última regla guardada en lo profundo de su interior, un oscuro secreto, y esperaba nunca enfrentarse a él, porque si los dioses se lo decían y hablaban sobre ello, sentenciando que para volver a su hogar los tenía que traicionar, no lo dudaría dos veces. Para ella era una batalla interna; esos no eran los ideales que había formado durante su estadía como Adelaida, pero volver a su casa era el único objetivo verdadero que tenía ahora mismo. Era la luz del faro que la guiaba día a día.
—Entiendo, Si... —Antes de que pudiera terminar la oración, se tapó la boca con ambas manos—Adelaida —instintivamente se corrigió.
Antes de seguir con la comida, Yrsa no podía quedarse con las palabras en el pecho.
—Gracias. Sé cuánto te lastimamos y que decidieras, aun así, ayudarnos habla muy bien de ti, pequeña.
La joven la miró extrañada.
—¿Ahora hablas en plural? Ya te lo había dicho: nada de esto lo hago por ustedes. Si decidí ayudar, fue por los dragones, porque vi lastimado a Yldrok, porque Kaeldrak me lo pidió, pero sobre todo porque no me perdonaría si algo les llegara a pasar.
Cada vez que este dúo se juntaba en un lugar, el ambiente se volvía denso y hostil, lo cual era extraño para la peliblanca, ya que en su corazón había una pequeña niña que iba a su cabaña en busca de alguna pócima para curar algún joven dragón. Con el tiempo, esas visitas ocasionales se volvieron más frecuentes, donde la pequeña lloraba en sus brazos preguntando por qué sus padres la dejaron sola.
Para la anciana no había sido fácil concederle, a la entonces llamada Sighrild, el deseo de desaparecer del tiempo. Pero con el pasar del mismo, y sin confesárselo a alguien, aquella solitaria bruja había tomado cariño a la huérfana. Sin embargo, asustada por viejas creencias, nunca llegó a cuidarla como correspondía o defenderla de aquellos que se encargaban de acosarla; por eso su acto de amor fue concederle aquella descabellada petición.