La Rebelión de los Oscuros

Prefacio

Las hojas ya están teñidas de color naranja
30 de agosto de un año pasado
Minutos después de la Rebelión

Las calles están asombrosamente silenciosas, como si hubiesen sido abandonadas. Las luces de los locales y tiendas permanecen encendidas; pareciera que hay alguien dentro de ellas. No obstante, ni una sola persona, o animal, camina por las desoladas calles de chicago.

No hay nada ni nadie a mí alrededor.

Oculté las manos dentro de los bolsillos de mis pantalones y seguí caminando, escuchando solo el silbido de la brisa y el choque de los tacones de mis botas contra el pavimento. Iba de regreso a mi departamento; había ido a comprar una cajetilla de cigarrillos, pero me devolví luego de encontrar el local prácticamente abandonado. Aunque las luces estaban encendidas y casi todo parecía estar en orden, no había nadie.

La señora Marie, dueña del local, siempre estaba ahí con una enorme sonrisa para sus clientes.

—Deberías dejar de fumar, Wynona. ¡Morirás muy rápido! —Solía decirme con la preocupación surcando sus ojos verdes. Muchas veces recibía ese tipo de acotaciones, y todas las esquivaba con odiosidad. Excepto las de esa mujer: era tan dulce que no podía ser irrespetuosa con ella.

Su ausencia me dejó un mal sabor en la boca. No cabía duda de que era algo sumamente extraño; ella siempre estaba ahí acompañada de su nieta.

En la tienda no estaba ni Marie ni la nieta.

Dejé escapar un suspiro y seguí caminando. «Espero que no haya sucedido nada malo. Aunque sigue sin ser una inicua idea venir mañana a ver qué ha sucedido», me dije mentalmente.

Un niño iba corriendo en la acera continua, descalzo y cubriéndose la cabeza con la capucha de su sudadera blanca. Nadie lo seguía, pero parecía estar huyendo de algo… o de alguien.

A escuchar sus pasos, me fue inevitable detenerme. Era el único y primer sonido humano que había oído luego de haber salido de mi edificio.

Al doblar en la siguiente esquina, se perdió de mi vista.

Y todo volvió a ser un silencio sepulcral.

Tragué saliva antes de seguir caminando; aquello me había causado una muy mala espina.

Las grisáceas nubes estaban cubriendo el cielo, impidiendo la vista del anaranjado color del atardecer. A lo lejos, un trueno resonó, acompañado de la caída de unas frías gotas de agua. Había dejado la chamarra de cuero en el apartamento, por lo que no tenía nada para cubrirme. Apresuré el paso, no quería mojarme.

Incluso mis huesos se congelaron cuando la fría brisa impacto contra mi piel, erizándola. Me abracé todo lo que pude, en busca de un calor que no llegaría con facilidad. Aunque las gotas de lluvia no habían empezado a caer con tanta euforia, las sentía golpeando con agresividad mi descubierto cuerpo.

Nuevamente, escuché pasos. No se asemejaban a las zancadas del niño y tampoco iban con la rapidez suficiente como para que el ejecutante estuviese corriendo o trotando; aquellos pasos andaban con tranquilidad, como si nada extraño estuviese sucediendo en estas desoladas calles.

El suave roce de una fría piel acariciando mi hombro hizo que me detuviera; los pasos habían dejado de escucharse pero seguía percibiendo una presencia ajena a la mía. Miré sobre mi hombro pero no me encontré con nadie: las calles seguía estando vacías. El mal sabor que viajaba por mi boca aumentó. Aquella sensación no me la había imaginado, como tampoco los pasos sobre el pavimento.

Ni lejos ni cerca; no había nadie.

Entrecerré los ojos y me di la vuelta. Las uñas de mis dedos se clavaban en las palmas de mis manos ante la fuerza que le aplicaba a mis puños.

Una vez más, los pasos se volvieron a escuchar. Pero esta vez no solo era un par: podía escuchar a dos personas caminando detrás de mí. La grave, pero sutil risa de un hombre hizo que volviera a mirar sobre mi hombro, con mucha más cautela esta vez: no había nadie y aquella sensación de peligro parecía generarse de la nada.

Al cruzar la calle se encontraba mi edificio, justo al lado de un oscuro callejón en el que solían vivir ratas y gatos. Apresuré el paso, con la intención de cruzar a la otra acera lo más pronto posible. Tenía la impresión de estar expuesta al enemigo, a pesar de que conocía estas calles desde que tenía uso de razón.

Alguien me estaba siguiendo.

Aunque la ausencia de Marie me había dejado un poco desconcertada; la omisión del señor Frank hizo que frunciera el ceño extrañada. Él jamás dejaba su puesto solo, además de que, cuando había salido del edificio, me había saludado con una enorme sonrisa en los labios, como lo hacía normalmente. Sin embargo, no me tomé la molestia de buscar el porqué de su ausencia: abrí la reja de metal y entré al edificio con rapidez.



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En el texto hay: vampiros, hombres lobo, romance

Editado: 21.06.2018

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