Aunque Dios había extendido sus creaciones por el resto del mundo, muy pocas veces se podían encontrar humanos. Lilith se había ido del Edén y Adam había perdido a la única persona capaz de procrear su raza.
Sin embargo, ¿quién dijo que ellos eran los únicos humanos que se habían creado?
Cuando Adam nació también se crearon otros hombres fuera del Edén. Lo mismo sucedió luego de la creación de Lilith. No obstante, no eran suficientes humanos como para ser llamados “raza”.
Un par de meses habían pasado desde que Lilith se había escapado, y seguía sin arrepentirse de ello. Ni Adam ni su creador habían ido en su busca, y ella no los necesitaba: se sentía de maravilla donde se encontraba.
Luego de vagar por un par de días en un soleado bosque, Lilith llegó a las orillas de una extensa playa; curiosamente sus olas se volvían rojas cuando oscurecía. Y no era un simple tinte: era sangre.
Se topó con un centenar de hombres que parecían ser humanos, pero no lo eran. Su raza se hacía llamar daímonas y eran quienes tenían el poder sobre los pocos humanos que había en aquellas tierras. Eran tan poderosos que Lilith no dudó en querer ser una de ellos.
Dios jamás le había hablado de aquellos seres ni a Adam ni a Lilith, pero luego de muchas explicaciones se dio cuenta de que ellos no era parte de su creación.
Entre los humanos el Mar Rojo era conocido por ser el lugar en el que una cantidad exuberante de daímonas vivían. Durante las noches en que la Luna brillaba como una perla, aquellos seres calmaban sus placeres sexuales: para Lilith no había mejor paraíso que aquel.
Aunque Adam y Lilith estaban a acostumbrados a vivir en el Edén como habían sido traídos al mundo, las cosas con los daímonas eran totalmente diferentes. Ellos le enseñaron a vestirse, sus culturas y creencias, las cuales a Lilith le parecían mágicas. Aquellos animales que lideraban junto a Adam eran la comida de los daímonas y sus pieles eran sus ropajes.
Ningún humano se atrevía a enfrentar a un daímona, por miedo a terminar en una de aquellas orgias que tanto les gustaba practicar, y de las cuales Lilith había formado parte un montón de veces. Curiosamente, ella disfrutaba tanto de aquellos rituales que ignoraba todas las consecuencias: una predecible muerte formaba parte de ellas.
La fuerza y belleza de Lilith la había convertido en la reina de aquel lugar, a pesar de que solo habían pasado dos meses y medio. Algunos daímonas se habían vuelto sus amantes, otros solo fueron un juego nocturno, pero todos y cada uno de ellos habían disfrutado de su cuerpo.
La pureza que poseía los cegaba y enamoraba. Se sentían tan atraídos por ella que hacían todo lo que desease, pero no de la misma manera que Adam: le daban lo que ella quisiera a cambio de satisfacción sexual.
La Luna estaba en lo más alto del oscuro cielo y, como todas las noches, los daímonas se habían reunido alrededor de una fogata a las orillas de la playa.
Lilith se veía despampanante. Esta noche se había colgado sobre los hombros una de sus mejores pieles, regalo de uno de sus tantos enamorados: anteriormente había sido de un leopardo que le había dado una buena pelea a los daímonas. Su muerte había sido una victoria para el pueblo, y el mejor regalo para Lilith.
Claro está, los daímonas le dan lo mejor a su reina.
Elijah y Dinorah iban junto a ella, un par de pasos atrás para no robarle el protagonismo: toda la atención debía estar en la reina. Lilith había tenido todo tipo de relaciones con los daímonas; sin embargo, con Elijah y Dinorah había compartido más que el placer. Se podría decir que eran sus amigos.
—Ha llegado esta tarde al pueblo, ¡y es reamente sexy! —continuó diciendo Dinorah con los ojos bien abiertos.
Aunque Lilith nunca la había visto enfurecer —al estar cegados por la ira, el físico de aquellos seres cambia de una manera terrorífica: con un solo roce pueden causar un incendio y de sus traseros aparece una puntiaguda cola capaz de perforar una piedra con un veloz movimiento. Una de las tantas consecuencias que tenía que enfrentar Lilith luego de sus calenturientas relaciones con los daímonas eran las quemaduras que dejaban en su cuerpo—, pensaba que era muy hermosa.
Una belleza inferior a la de ella, claro está.
—Hay que ver para creer, Dinorah.
Elijah negó con la cabeza.
—Él es realmente sensual. A penas lo veas, querrás lanzarte sobre sus brazos.
Lilith dejó escapar una risotada.
—Ustedes saben que yo no hago ese tipo de cosas —dijo, mirándose las largas y afiladas uñas. Caminaban por la orilla de la playa, la cual ya se había teñido de color rojo—. Apenas me vea, se enamorará y vendrá a mí. Como todos lo hacen.