Abrió los ojos con lentitud, fue un movimiento involuntario, automático, nadie le había dicho como se hacía. Parpadeó varias veces, parecía haber despertado de un largo sueño del cual no tenía recuerdo alguno.
A simple vista todo a su alrededor era blanco, acompañado de un brillo intenso que no le lastimaba la vista en lo absoluto. Colocó un pie delante del otro sin debatirse cuál debía ser primero, tenía que moverse aunque no sentía la necesidad de hacerlo, solo lo sabía, sus piernas avanzaron ¿A dónde debía dirigirse? No estaba al tanto, no había nada más allá de ese brillo, solo avanzaba sin preocuparse hasta donde o si encontraría o no algo diferente.
No tenía conciencia del tiempo, en algún momento de la caminata aparecieron unas cortinas blancas que se agitaban como si un viento las soplara solo a ellas y con mucha fuerza. Si hubiera girado sobre sí tal vez se habría dado cuenta de que no había más que esas cortinas, y de haber alzado la cabeza a lo mejor hubiera notado que parecían no tener un comienzo, pero nada de eso tenía importancia.
De forma automática se acercó a la tela inmaculada, y al estar casi tocándola alargó su mano, al instante de palparla toda esta se transformó en un polvillo blanco y brillante que comenzó a caer con lentitud. No decidió observar el inesperado espectáculo, no causaba efecto en su percepción, su inexistente asombro fue interrumpido por una voz fuerte, pausada, y que parecía tener un eco.
—Bienvenido seas.
La voz se encontraba detrás del polvillo que continuaba cayendo, vestía una túnica blanca, impecable. Tenía el cabello casi hasta la mitad de su cuerpo, era del mismo color que su vestimenta e irradiaba un poco de luz. La piel que se mostraba solo en su rostro y manos parecía brillar como escarcha, sus ojos eran blancos en su totalidad y resplandecían con intensidad. Daba la sensación de tener un tamaño mayor al que poseía, se notaba como alguien sabio y de autoridad, un ser que poseía tal nivel de conocimiento que llevarle la contraria o atreverse a cuestionarlo no sería otra cosa que absurdo.
—Acompáñame —pidió el dueño de la voz, y era tan poderosa su forma de hablar que aquella palabra se asemejaba más a una orden que a una invitación.
Era imposible dudar, pero incluso de haber siquiera llegar a hacerlo o al menos pensarlo por un corto instante ¿a qué otro ser podría escuchar? No había nadie más allí. No había más que obedecer, así que caminaron juntos en completo silencio durante un tiempo indefinido, si ese trayecto se hubiera prolongado más de lo necesario no le hubiera afectado, era igual si estaba lejos o cerca el lugar a donde se dirigían. Nadie ni nada más llegaba, y hasta donde alcanzaba la vista no podía verse otra cosa que no fuera el color blanco, arriba no se distinguía si había techo y si hubiera mirado sus pies no habría sabido sobre qué caminaba.
El dueño de la voz andaba sin desviar su rostro, era de suponer que miraba a alguna parte, pero no había forma de saber a dónde enfocaban sus ojos, parecía estar siguiendo unas instrucciones que sabía de memoria o un camino invisible que solo él podía ver. Nada indicaba que estaban a punto de llegar a un lugar diferente. Sin embargo eso no era importante, pudieran haber caminado por muchísimo tiempo y nada hubiera ocurrido.
Delante de ellos aparecieron dos figuras, llevaban túnicas blancas, uno de ellos con el cabello rubio largo hasta la cintura y ojos de un azul intenso. No se movía, ni hablaba, solo estaba allí, existiendo. Lo que había ante ellos no era otra cosa que un espejo de descomunal tamaño, cuyos bordes gruesos eran de agua cristalina que corría con velocidad.
El ser de ojos blancos estiró su brazo hacia el espejo, apenas el dedo más largo de su mano tocó el espejo este comenzó a separarse como una cortina, y se detuvo cuando hubo el espacio suficiente para que ambos continuaran el camino. Avanzaron y el espejo se cerró.
Arriba en la oscuridad brillaban numerosas estrellas, algunas más grandes que otras, y una gama de colores hacían de aquello un espectáculo único que ninguno de los dos seres observaba. Abajo estaba aún oscuro, permanecieron en silencio, ninguno de los dos se movía.
En algún momento se escuchó el sonido estruendoso de una trompeta y las Luces despertaron, dormitaban en los árboles blancos, enormes y desnudos que marcaban el Límite de aquel lugar con sus troncos y ramas rectas sin ningún tipo de imperfección. Las Luces comenzaron su ascenso, flotando como esferas pequeñas, todas del mismo tamaño, brillando cada vez más. Poco a poco medida que se quedaban suspendidas en el cielo se fue iluminando todo el paisaje.
Los dos seres resultaron estar en el centro de todo aquel territorio, suspendidos sobre un escalón semejante a una nube. Hacia abajo podía observarse el Lago Negro, se extendía a lo largo hasta donde alcanzaba la vista, de ese modo dividía dos tierras de gran desigualdad, una fértil y la otra áspera y sombría. Sobre aquellas aguas oscuras se edificaba un extraordinario castillo cilíndrico, de gran grosor y altura, que se alzaba con paredes de plata, tenía a su alrededor enredaderas de esmeralda con rosas de diamante, y la punta de la cúpula era de vidrio cristalino. Poseía solo dos puertas formidables en su base, una a cada lado, se hallaban cerradas. En ambas puertas había un puente de largo recorrido que se comunicaba cada uno con una torre. Las dos eran cilíndricas y de menor tamaño, suspendidas en el agua, con enredaderas de esmeralda y rosas de rubí que trepaban por todo lo alto en el exterior de ellas, sin atreverse a tocar las incontables ventanas transparentes, ni las dos entradas de cada torre.