Ramiro corría lo más rápido que le permitían sus piernas, inhalando con la nariz y exhalando con una gran fiereza por la boca, soltando una espesa nube de vapor que se quedaba atrás en un parpadeo. Los muslos y gemelos le ardían con el calor abrasador del carbón al rojo vivo; sus brazos se agitaban de atrás hacia adelante con la fuerza de un boxeador y el torso se adelantaba para impulsarse con su propio peso. Los ojos parecían inyectarse en sangre mientras la vena del cuello se inflaba hasta casi estallar, recorriéndole el lateral del rostro hasta subirle por la frente enrojecida, perlada ya por el sudor. Quería detenerse; nadie más que él sabía cuánto quería frenar la marcha y descansar, pero sabía que si aminoraba, aunque sea un poco, moriría.
Ni siquiera volteaba la mirada, porque bien sabía él que, de hacerlo, su marcha se detendría por un milisegundo; más que suficiente para que una de aquellas zarpas rojas le rebanaran el pescuezo. Podía escuchar sus acelerados pasos, las enormes garras traqueteando contra el suelo cada vez que perdían el equilibrio y, por sobre todo, oía sus rugidos, cada vez más y más cerca. Un gruñido pegajoso, húmedo y gorgoteante que destellaba chillidos casi caninos.
Sabía lo que eran. Lo sabía desde hace cinco años. Aquellas criaturas imposibles pertenecientes a los mitos desde hace tantas generaciones que ya se perdió el registro de su primera mención: aquellos eran vampiros.
Vampiros que salían a plena luz del sol, que no llevan capas, no hablaban de manera elegante ni enrevesada, sino que eran criaturas salvajes, erráticas y muy, muy sanguinarias.
Sus ojos eran negros como la noche misma; la piel pálida y amarillenta como la leche agria, con unas enormes fauces que se abrían hasta donde llegaba la mandíbula, desgarrando toda carne de sus mejillas, con aquellos colmillos emergiendo como cuatro enormes cuchillas afiladas. Agitaban sus manos, unas enormes garras negras que se extendían desde las segundas falanges de los dedos, haciendo susurrar el aire con cada zarpazo. Sin embargo, él sabía que aquello no era nada, porque durante el día, a pesar de su ferocidad, eran criaturas pequeñas y frágiles a comparación de en lo que se transformaban al caer la noche.
Eran más rápido que la mayoría de humanos, y sin duda podían correr por más tiempo que cualquier mortal. Pero Ramiro no era cualquier mortal; durante toda su vida, desde los quince años, Ramiro se dedicó al entrenamiento intensivo, corriendo maratones desde muy joven, y era de los pocos humanos que podían presumir el haber corrido –y completado– diez carreras Ultraman y tres Doble Ultraman, lo que lo dotaba de una resistencia casi inhumana. Y, a pesar de todo, sentía que las fuerzas ya querían comenzar a traicionarle.
Se arrepintió de viajar ligero, a pesar de todo. A su espalda solo colgaban dos piolets de escalador, y en su cinturón rebotaba una Beretta M9 y una bayoneta. Se habría sentido más seguro de haber llevado consigo a Clover, su confiable escopeta.
A la distancia vislumbró una señal: un pañuelo amarillo que yacía atado junto a la entrada de un callejón. Una débil mueca se dibujó en su rostro, y de a poco comenzó a tomar ángulo para virar a toda velocidad.
Llegó, y necesitó dar una patada a la pared para adentrarse al callejón sin aminorar la velocidad. Dio un brinco sobre un alambre y siguió a la carrera. Los vampiros patinaron sobre el asfalto por el frenazo, y como unos perros hambrientos agitaron sus pies y garras sobre el suelo un par de veces antes de recuperar la velocidad. El último de ellos pisó el alambre, que anunció su quiebre con un sonoro chasquido metálico; entonces, varios tubos de metal hueco, cortados en diagonal en sus puntas y afilados con muchísimo mimo, cayeron con un silbido en una imitando una trampa de péndulo, amarrados con sogas al balcón para incendios del departamento que estaba encima. Ramiro escuchó los aullidos del vampiro cuando tres de esos tubos lo empalaron; uno en el estómago, otro en el pecho y el tercero atravesándole de lleno el rostro. El monstruo se retorció, soltando sus últimos alaridos.
—Caíste, hijo de puta —exclamó en un jadeo, soltando tres risotadas que sonaron más a un rugido animal.
Corrió hasta tres cajones que se apilaban junto a un conteiner. Subió de tres saltos y, cuando sus pasos dibujaron un sonido hueco sobre el conteiner, dio otro enorme salto, pasando por encima de una parte del techo que parecía suplantar la chapa por el cartón. Los vampiros saltaron al conteiner de un solo brinco, y uno de ellos cayó encima de la trampa.
El cartón se dobló ante el peso, y el vampiro cayó sin salvación hacia el interior, donde un millar de alargadas estacas le esperaban para atravesarlo. Sus aullidos llegaron a los oídos de Ramiro, cacofónicos y agudos.
—¡Trampa vietnamita, hijo de la…! ¡Ay, mi pecho! —graznó Ramiro.
El callejón terminó, y corrió cuán rápido pudo hasta cruzar la calle y adentrarse en el callejón de e frente. Se sentía confiado, con una buena racha, y decidió voltear la mirada, para advertir que solo dos de aquellas criaturas lo perseguían. Un hombre alto con la cara deformada de un zarpazo. Y una mujer, de cabellera blanca como la nieve y unos brazos delgados, pero muy, muy musculosos.
—Muy bien, Jack y Jill… —graznó—. Este es mi último truco…
Corrió cuanto pudo, saltó la trampa y cayó encima del interruptor. Dos puertas de madera se alzaron de golpe, con unos enormes y afilados fierros atravesando la madera. Una de ellas golpeó al hombre, quien, al igual que sus hermanos, se retorció al son de un cacofónico aullido. La mujer fue más lista y veloz, destrozando su trampa de un zarpazo ni bien comenzó a alzarse. Sus clavos volaron por el aire, y el crujido de la madera hizo que Ramiro tuviera un fuerte escalofrío.
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Editado: 07.11.2023