La Red Escarlata

Jake y Heather

Las piernas de Panqueque dolían como el mismísimo infierno; una penitencia que se acompasaba con la puñalada que sentía en el estómago y el calor que le abrasaba en el pecho, ascendiendo hasta salir por la boca en forma de un jadeo. Respiraba como Jabalí le había enseñado, pero a las cinco cuadras el cuerpo comenzaba a pedirle una pausa. Podía sentir cómo su corazón golpeaba con fiereza contra el esternón.

            Estaba acostumbrada a caminar por horas, pero correr era algo completamente diferente. Una carrera tan larga, rápida y repentina podían cansar a cualquiera, y mucho más a una niña la cual, por cierto, resentía el peso de su mochila y la ballesta. Aquello provocaba una fatiga que ni siquiera la adrenalina podía compensar.

            Corrió hasta llegar a la plaza de la ciudad: una gran arboleada de estructuras abrigadas por el moho y las enredaderas.

            —Jabalí… —jadeó mientras volteaba la mirada, atenta al tercer disparo. En la distancia, la figura del hombre no era más que una silueta ennegrecida, empañada por el cansancio que la torturaba.

            Panqueque respiró forzosamente mientras se tambaleó hasta la vereda, donde se dejó apoyar sobre la columna del gran edificio de la municipalidad.

            —Caracoles… —jadeó, cerrando fuerte los ojos mientras se secaba el sudor del rostro con su camiseta.

            Cuando sus párpados volvieron a abrirse, se alejaron celosamente entre ellos en el instante que los ojos de Panqueque captaron algo en la plaza. Una figura… Una sombra irregular se movía entre los árboles y alto pastizales que habían cubierto ya los caminos. Panqueque recordó a aquella mujer que intentó atacarla hace una semana, y el corazón latió incluso con más fuerza, si es que acaso era posible.

            Abrió la boca para recoger aire, sin siquiera manar ni un sonido. Empuñó a Sídney con movimientos torpes, y cuando se dispuso a alzarla, se percató de que la ballesta estaba vacía.

            «La flecha del conejo» recordó, llevándose la mano al carcaj.

            Alzó la mano con la flecha entre los dedos, lista para recular la cuerda y recargarla en un solo movimiento.

            Pero la suerte es caprichosa, y cuando descendió la mano la flecha se resbaló de entre sus dedos, cayendo hasta el suelo y provocando un ruido que, aunque sutil, fue más que suficiente para atraer la mirada de la sombra, quien observó a Panqueque con sus ojos negros como la noche.

            —¡Caracoles! —exclamó, cargando la siguiente flecha.

            El vampiro aulló, y corrió entre los matorrales con movimientos espásticos e impredecibles, agitando sus garras para impulsarse con los árboles, dejando una horrenda cicatriz de cuatro barras.

            Panqueque apretó los dientes. Intentó contener la respiración para mejor la puntería pero el cansancio hizo que la vista se le nublara, provocando que la flecha no estuviera ni cerca de acertar.

            El monstruo llegó al asfalto más rápido de lo que le hubiera gustado admitir, tomándola casi por sorpresa con su gran velocidad. La bestia dio un enorme brinco hacia su víctima, retrocediendo las garras con la intención de empalarla; Panqueque fue más rápida, saltando hacia su derecha mientras arrojaba la ballesta.

            El zarpazo susurró cortando el aire en su trayecto, y Panqueque soltó un alarido de dolor cuando cuatro marcas carmesí se dibujaron en su brazo izquierdo.

            Cayó al suelo apretando los dientes mientras su mano se dirigía hacia el cinturón, desenfundando la pistola en un veloz movimiento. El pulgar hizo chasquear el seguro, y antes de que le asestara el golpe de gracia con sus garras de obsidiana, el arma comenzó a escupir fuego.

            La niña se arrastraba con los pies mientras sollozaba del dolor, alejándose a la vez que apretaba del gatillo una y otra vez.

            La corredera retrocedía con cada explosión, escupiendo los casquillos mientras el plomo penetraba en la carne corrompida de la bestia, quien aullaba agitando sus zarpas al aire.

            Entonces, el arma enmudeció.

            —¡Caracoles! —chilló Panqueque, mirando la humeante arma.

            El monstruo encorvó su espalda hacia atrás, soltando un feroz aullido al aire mientras la sangre denegrida se escurría entre las heridas. Entonces, se lanzó sobre ella.

            Las zarpas de su mano derecha se esfumaron en una fugaz nube de ceniza, tomándola del cuello con tal fuerza que la niña no pudo más que soltar una arcada. La alzó del suelo con una facilidad abrumadora, y mientras Panqueque pataleaba, pudo contemplar sus ojos, aquellos ojos negros como la noche, y en ellos pudo ver… Odio. Un odio y resentimiento tan profundos, feroces y corrosivos que resultaba extrañamente contagioso.

            El vampiro la estampó contra la pared para inmovilizarla, y la niña soltó un aullido mudo por el golpe, observando cómo su depredador alzaba la mano izquierda para rematarla, observándola detenidamente, disfrutando de su miedo, saboreando el olor a adrenalina que despedía antes de esparcir sus órganos por la calle.

            Panqueque apretó los dientes, buscando fuerzas para llevarse la mano a la cintura. Pero aquellas manos frías se ceñían con fuerza alrededor de su cuello, tanto que el oxígeno apenas llegaba a su cerebro… y la vista se le comenzaba a nublar.

            «¡No! —exclamó a sus adentros—. Tengo que volver con Jabalí…»

            El filo de su bayoneta hizo susurrar el cuero.

            Con sus últimas fuerzas, Panqueque clavó la hoja en la muñeca del monstruo, haciéndolo aullar, sintiendo cómo poco a poco su agarre aflojaba.

            Cuando el aire comenzó a cruzar por su garganta, Panqueque rebatió los alaridos de la bestia con un feroz grito de rabia mientras serruchaba la carne hasta que, finalmente, la mano cayó con ella.



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En el texto hay: vampiros

Editado: 07.11.2023

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