La Red Escarlata

El canto de Rushifa

Al principio Jabalí estaba seguro de que no pegaría un ojo en toda la noche. El grupo le había caído bien, y la cena había sido deliciosa y llenadora; pero a pesar de que les dieran la bienvenida, seguían siendo desconocidos. Y sin embargo, cuando puso la cara contra la almohada, no tardó en quedarse dormido.

            Si su cerebro hubiera funcionado para pensar, se habría preguntado cuándo fue la última vez que durmió, que realmente durmió. Seguramente, nunca, al menos desde que comenzó el apocalipsis.

            Siempre dormitaba, abrazado a Panqueque o, de plano, se mantenía despierto vigilando, atento a los sonidos. Pero nunca había dormido, y su cuerpo se había acostumbrado a trabajar así.

            Panqueque fue la primera en despertarse con los primeros rayos de sol. Se sentó al filo del colchón, mirando la habitación, observando un montón de juegos muertos y abrigados por el polvo: desde unas máquinas de arcade, una máquina de básquet hasta unos autos aferrados a una base.

            Fue al baño y, tras calmar el suplicio de su vejiga, decidió caminar por el pequeño shopping. Ya no se sentía tan grande, una vez que lo conocía.

            —Estás despierta —dijo una voz al otro lado del patio, sobre el pasillo superior—. Qué bueno, iba hacia el invernadero. Ven.

            Se trataba de Amelia, la mujer de cabello negro que antaño fue boxeadora. Panqueque no respondió, acercándosele en silencio; las primeras horas del día, no acostumbraba hablar.

            El invernadero estaba sobre el techo. Se trataba de una gran habitación construida por grandes cristales que, según explicó Amelia, sacaron de una fábrica de vidrios al sur de la ciudad. El interior estaba repleto de grandes masetas con verduras. Algunas eran como pequeños arbustos con frutos, otras, simples raíces que emergían de la tierra.

            —Mira esto. Estos son morrones —explicó la mujer, mostrándole la planta—. ¿Ves estos, los rojos? Tienes que cortarlos con esta tijera y ponerlos en este canastito. —Hizo una pausa—. Aquellas son cebollas, pero aún no están listas. ¡Oh! Y por allá hay ajos, albahaca, pepinos, zapallito, tomates… Y abajo tenemos hongos, setas que cultivamos. Son muy nutritivos, aunque no lo creas.

            Panqueque miró el invernadero en silencio, rascándose el brazo sobre el vendaje. Sus ojos brillaron ante la danza de colores. Caminó hasta la planta de albahaca, y no pudo evitar soltar un suspiro al sentir su olor. Amelia soltó una risilla, observándola.

            —Bien, Panqueque, será mejor que nos pongamos a trabajar —dijo—. De lo que hoy saquemos, comeremos esta noche.

            Panqueque volteó a verla, y asintió. Aquellas plantas le habían gustado; quería aprender de ellas y, embelesada por sus colores, sintió que aquello podría ser divertido.

            Se puso a cortar los morrones con mucho cuidado mientras Amelia cuidaba la tierra de otras plantas y trasplantaba algunas a pequeñas macetas que colgaría de un gancho.

            —Amelia —dijo Panqueque, cortando un morrón con la mano derecha y recogiéndolo con la izquierda; el brazo aún le dolía, pero ya no tanto—, ¿qué es boxeadora? ¿Son las que cuidan plantas?

            Amelia la miró en un instante, con los brazos en alto sosteniendo la maceta. Luego, soltó una carcajada.

            —No, no —rio mientras terminaba de colgar la maceta—. Los boxeadores son… deportistas. Gente que pelea, lanzando golpes entre ellos para ganar un juego.

            —Oh. Yo sé lanzar golpes. ¿Soy una boxeadora?

            —Si lo que dicen es cierto, que mataste a ese garrador, entonces sí —contestó la mujer con una sonrisa, antes de ponerse a podar hojas—. Luego te enseñaré a lanzar bien los puñetazos, para que no te rompas la muñeca. Aunque primero tienes que curarte ese brazo. —Le guiñó el ojo—. Oye, me mata la curiosidad. ¿Qué han comido estos cinco años? Nosotros nos sostenemos con este invernadero, pero ustedes…

            —Animales, frutas, latas que encontramos —respondió la niña, cortando un morrón—. Me gusta mucho el conejo. Ayer íbamos a comer uno, pero se metió en un nido de vampiros.

            Amelia asintió, mirándola. La niña cumplía su labor sin ninguna exigencia. No sostenía la tijera con toda la palma, sino con el pulgar e índice, como una tijera común, y le entorpecía los movimientos, pero aún así no se quejaba.

            No pudo evitar sentir cierto pesar cuando cayó en cuenta de que Panqueque no había crecido como una niña normal. «Ha crecido en un mundo demasiado duro. Es todo lo que conoce. Aprendió a no quejarse».

            Se acercó a la niña con una leve sonrisa y tomó la tijera.

            —Mira, se hace así —dijo, sujetando la tijera de la forma correcta y luego cortando un morrón—. Así es más fácil.

            Panqueque asintió, tomó la tijera y comenzó a trabajar.

            —Gracias —dijo la niña al ver que el trabajo era más sencillo.

            —Veo que no eres de las que habla mucho —comentó Amelia, sonriendo.

            Mientras tanto, Jake caminaba hasta la habitación de Jabalí para despertarlo. En sus manos llevaba a Clover, y en la espalda, el rifle de caza. Una sombra de barba comenzaba a dibujársele en el rostro.

            Entró a la habitación y dio un par de pataditas al colchón. Por un momento, pensó que el hombre se despertaría de un sobresalto, pero la realidad fue muy distinta. Se movía con movimientos lentos y pesados, mascullando mientras se rascaba los lagrimales. Jake Boone sabía bien lo que significaba: Jabalí se había sumergido en un sueño muy, muy profundo.

            —Hola —bostezó Jabalí.

            —Buenos días —dijo Jake—. Panqueque ya está ayudando a Amelia en el invernadero. Vamos, tu guía turística te espera. —Estiró a Clover para entregársela.



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En el texto hay: vampiros

Editado: 07.11.2023

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