El sol de septiembre calentaba la hierba del Parque de la Reserva sin la crueldad del verano limeño, y Elena se sentó en el banco de madera donde solía llevar a Tomás. Diez años. Diez años desde que el coche rojo de su vecino se desvió de la acera en la calle de su casa, desde que su mano se soltó de la de su hijo de cinco años, desde que el silencio se instaló en su apartamento como un invitado que nunca se iba.
Cerró los ojos y tocó el reloj de pulsera que llevaba —el mismo que le había regalado a Tomás el día del accidente. Era de cuero marrón, con una esfera de bronce y dos manecillas que parecían marcharse más lento cada vez que pensaba en él. Había intentado regalárselo a alguien, tirarlo, guardarlo en una caja de madera en el ático, pero siempre terminaba llevándolo. Era como si el peso del cuero en su muñeca fuera el único vínculo que le quedaba con lo que había sido su vida antes.
—¿Por qué lloras?
La voz era pequeña, clara, como el trino de un pájaro. Elena abrió los ojos y se encontró con un niño de seis años, tal vez, que la miraba con una intensidad que no le cabía en su cara pequeña. Llevaba pantalones cortos azules y una camiseta blanca con dibujos de dinosaurios —los mismos que a Tomás le gustaban—, y en su muñeca izquierda, un reloj de cuero marrón igual al de ella.
Elena se secó las lágrimas con el dorso de la mano, tratando de calmar el latido de su corazón que se había acelerado hasta sentirlo en la garganta.
—No lloro —mintió, con la voz rota.
El niño se acercó un poco más, sin perder la mirada. Sus ojos eran de un color esmeralda profundo, el mismo que el de Tomás. El sol se reflejaba en ellos como en una piedra preciosa, y Elena sintió un escalofrío que le recorría la espina dorsal.
—Sí, lloras —insistió el niño, con una seriedad que no era propia de su edad—. Lloras por el árbol.
Elena se quedó muda. El árbol. El árbol de mangos que estaba en el patio trasero de la casa antigua donde vivían ella y Tomás. Nadie más sabía que solían sentarse bajo él para comer galletas y cantar. Nadie más sabía que Tomás le decía que ese árbol era su "castillo mágico" y que los dos eran reyes.
—¿Qué árbol? —preguntó, con la voz tan baja que casi no se oyó.
El niño sonrió, y su sonrisa era igual a la de Tomás: con dos dientes faltantes en la parte delantera.
—El de la casa con la puerta azul —dijo—. El que tiene mangos que se hacen dulces en enero. Tú me decías que eran los mangos más buenos del mundo.
Elena se levantó de un salto, haciendo temblar el banco. El niño retrocedió un poco, pero no se alejó. Su mirada seguía siendo calmada, casi sabia.
—¿Quién eres tú? —preguntó, con la voz cargada de emoción.
—Soy Matías —respondió el niño—. Matías Ramírez. Mi mamá y mi papá viven en San Isidro. Venimos aquí todos los sábados a jugar con el perro de la vecina.
Elena miró alrededor, buscando a los padres de Matías, pero el parque estaba relativamente vacío: unas cuantas personas caminando, una abuela con un carrito de compras, un joven con una guitarra en el centro. Ninguno parecía prestar atención al niño que estaba con ella.
—¿Cómo sabes de la casa con la puerta azul? —preguntó, acercándose a él con cuidado, como si fuera un animalito asustado.
Matías miró su reloj de pulsera, luego el de ella, y sonrió de nuevo.
—Porque lo sueño —dijo—. Todas las noches. Sueño que estoy contigo en esa casa, y tú me llamas "mi pequeño esmeralda". Tú me cantas una canción que empieza con "el sol sale sobre el mango, y tu mano está en la mía".
Elena se quedó sin aire. Esa canción. Esa canción la había inventado ella misma para Tomás, cuando él tenía cuatro años y no podía dormir. Nunca la había cantado a nadie más, nunca la había escrito ni la había hablado. Solo ella y Tomás la conocían.
Se agachó hasta quedar a la altura del niño y le cogió las manos —pequeñas, suaves, con las uñas pintadas de rojo por su mamá, seguro. Sentía la misma calidez que sentía cuando cogía la mano de Tomás.
—Cántamela —susurró.
Matías cerró los ojos y empezó a cantar. Su voz era clara y dulce, y las palabras salían de su boca como si lo hubiera hecho mil veces:
El sol sale sobre el mango,
y tu mano está en la mía.
El viento susurra en las hojas,
y te digo que te quiero.
Mi pequeño esmeralda,
mi corazón en forma de niño.
Nunca te dejaré ir,
nunca te olvidaré.
Cuando terminó, Elena estaba llorando a mares. No era el llanto del dolor, sino algo más complejo: un mix de alegría, miedo, incredulidad. El niño le tocó la mejilla con el dorso de la mano, con la misma delicadeza que Tomás lo hacía cuando ella estaba triste.
—No llores más —dijo—. Yo estoy aquí.
En ese momento, una voz femenina resonó por el parque:
—Matías! ¿Dónde estás, amor?
El niño giró la cabeza y vio a una mujer de treinta y cinco años, tal vez, con cabello castaño y ojos marrones, caminando hacia ellos con paso apresurado. Llevaba un bolso grande y una expresión de preocupación en el rostro.
—Mamá! Aquí estoy! —gritó Matías, y se soltó de la mano de Elena para correr hacia ella.
La mujer lo abrazó con fuerza, luego le miró a la cara con ternura y, después, miró a Elena con una mirada curiosa y un poco desconfiada.
—Gracias por quedarte con él —dijo, con un tono que no era del todo amable—. Se le va la cabeza fácilmente.
—No hay problema —respondió Elena, levantándose con dificultad. Sus piernas temblaban.
—¿Eras amiga de alguien de la familia? —preguntó la mujer, mirándola con atención.
—No —dijo Elena—. Es la primera vez que lo veo.
La mujer frunció el ceño. Parecía no creerla. Matías se agarró de su mano y miró a Elena con los ojos esmeralda.
—Mamá, ella es la que está en mis sueños —dijo.
La mujer se quedó muda por un instante, luego sonrió con una sonrisa forzada.
—Claro, amor —dijo, acariciando su pelo—. Los sueños son muy raros. Vamos, hay que irnos a casa. Papá nos espera.
Se despidió con un movimiento de la mano y se fue caminando con Matías, que seguía mirando a Elena por encima del hombro hasta que desaparecieron entre los árboles del parque.
Elena se volvió a sentar en el banco, todavía temblando. El reloj de pulsera le marcaba las tres y media de la tarde, pero le parecía que había pasado un siglo desde que se había sentado allí. ¿Qué había pasado? ¿Cómo podía ese niño conocer cosas que solo Tomás conocía? ¿Era posible que...?
No. No podía ser. Elena no creía en la reencarnación. Creía en la ciencia, en la razón, en lo que se veía y se tocaba. Pero lo que había visto en los ojos de Matías no era algo que pudiera explicar con la razón. Era algo más profundo, algo que venía del corazón.
Se levantó y caminó hacia la salida del parque. Tenía que volver a su apartamento, a su trabajo, a su vida. Pero no podía dejar de pensar en Matías, en su reloj de cuero, en su canción.
Llegó a su apartamento en Miraflores, un lugar pequeño y ordenado, con pocas fotos en las paredes —ninguna de Tomás. Había intentado quitarlo de su vida, pero era imposible. Estaba en cada esquina, en cada canción, en cada mango que veía en el supermercado.
Se quitó los zapatos y se sentó en el sofá, encendiendo la televisión sin prestar atención. Pasaron los minutos, luego las horas, y cuando se dio cuenta, era de noche. El teléfono sonó. Era su hermana, Carla.
—Hola, hermana —dijo Carla, con su voz alegre como siempre—. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió Elena.
—Claro que sí —dijo Carla, sin creerla—. Escucha, vine a Lima hoy y me gustaría verte. ¿Te parece si voy a tu apartamento? Traigo pastel de chocolate, tu favorito.
Elena no quería ver a nadie, pero sabía que Carla se preocupaba por ella. Había sido la única que le había quedado después de la muerte de Tomás y de la separación con su marido, Juan, que no había podido soportar el dolor y se había ido a España un año después.
—Claro —dijo—. Ven.
Treinta minutos después, Carla llamó a la puerta. Era alta, delgada, con cabello rubio y ojos azules —todo lo contrario de Elena, que era baja y tenía cabello castaño y ojos marrones. Llevaba una caja de pastel y una botella de vino.
—Hola, amor —dijo, abrazándola—. Te veo pálida. ¿Qué te pasó?
Elena se sentó en el sofá y Carla le sirvió un trozo de pastel y una copa de vino. Luego, Elena le contó todo: el parque, el niño, el reloj, la canción, los ojos de esmeralda.
Carla escuchó sin interrumpirla, con la mirada seria. Cuando terminó, se quedó en silencio por un rato, luego tomó la mano de Elena.
—Yo sé que no crees en estas cosas —dijo—, pero tal vez... tal vez Tomás encontró la manera de volver. Tal vez el amor es más fuerte que la muerte.
Elena negó con la cabeza.
—No puede ser —dijo—. Es imposible.
—¿Y qué es lo que te pasó hoy? —preguntó Carla—. ¿Era imposible?
Elena no tuvo respuesta. Se bebió la copa de vino de un trago y le pidió a Carla que le sirviera otra.
—Tienes que verlo de nuevo —dijo Carla—. Tienes que preguntarle más cosas. Tal vez hay una explicación.
—¿Y si sus padres no lo dejan? —preguntó Elena—. La mujer me miró con desconfianza.
—Entonces tienes que encontrar la manera —dijo Carla—. Por ti mismo. Por Tomás.
Elena pensó en esas palabras durante la noche, mientras Carla se iba y ella se quedaba sola en el apartamento. Tenía razón. Tenía que ver a Matías de nuevo. Tenía que saber la verdad.
A la mañana siguiente, se levantó temprano, se vistió con jeans y una camiseta blanca, y se dirigió al Parque de la Reserva. Llegó a las nueve de la mañana, cuando el sol empezaba a calentar, y se sentó en el mismo banco que el día anterior. Esperó. Unos minutos, luego una hora, luego dos. No aparecía Matías.
Empezó a desanimarse. Tal vez era un sueño. Tal vez se había inventado todo. Tal vez estaba loca.
Se levantó para irse, cuando escuchó una voz familiar:
—¡Espera!
Giró la cabeza y vio a Matías corriendo hacia ella, con su reloj de cuero en la muñeca y su sonrisa con dos dientes faltantes. Detrás de él, venía su mamá, con la misma expresión de preocupación que el día anterior.
—Matías, no corras —gritó la mujer.
El niño llegó a Elena y se agarró de su mano.
—Te dije que vendría —dijo—. Hoy es sábado, y venimos todos los sábados.
La mujer llegó a ellos y miró a Elena con una mirada más amable que la del día anterior, pero todavía con desconfianza.
—Hola de nuevo —dijo—. Matías no paraba de hablar de ti anoche. Dijo que tenía que verte.
—Lo siento si le causé preocupación —dijo Elena—. Es solo que... hay algo en tu hijo que me recuerda a alguien que conocí.
La mujer frunció el ceño.
—¿Alguien? —preguntó.
—Mi hijo —dijo Elena, sin pensar.
La mujer se quedó muda por un instante, luego miró a Matías, luego a Elena.
—Lo siento —dijo, con voz más suave—. No sabía.
—Murió hace diez años —dijo Elena—. Tenía cinco años.
La mujer asintió con la cabeza, con expresión de compasión.
—Es un dolor terrible —dijo—. Yo no sé cómo lo soportarías.
—No lo sé —dijo Elena—. Lo sigo preguntándome todos los días.
Matías le tocó la mano a Elena.
—Yo estoy aquí —dijo—. Para que no estés sola.
La mujer miró a su hijo, luego a Elena, y suspiró.
—Bueno —dijo—. Si quieres, puedes quedarte con él un rato. Yo voy a caminar un poco por el parque. Pero te lo ruego, no lo alejes de mi vista.
Elena asintió con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias —susurró.
La mujer se fue caminando hacia el centro del parque, y Matías se sentó junto a Elena en el banco.
—¿Quieres que te cuente más de mis sueños? —preguntó.
Elena asintió.
—Sí —dijo—. Cuéntame todo.
Matías se inclinó hacia ella y empezó a hablar, con la voz baja y segura, como si estuviera contando un secreto:
—En mis sueños, tu nombre es Elena y el mío es Tomás. Vivimos en una casa con una puerta azul y un árbol de mangos en el patio. Tú me haces galletas de chocolate todos los domingos, y nos sentamos bajo el árbol para comerlas. Una vez, te dije que quería ser un dinosaurio cuando creciera, y tú me dijiste que sería el mejor dinosaurio del mundo...
El sol seguía calentando la hierba del parque, y Elena escuchaba a Matías con la mirada fija en sus ojos de esmeralda, sintiendo que el tiempo se detenía. Tal vez Carla tenía razón. Tal vez el amor era más fuerte que la muerte. Tal vez Tomás había vuelto. Y tal vez, por primera vez en diez años, Elena podía sentir la esperanza en su corazón.