Matías se inclinó más hacia Elena, sus ojos de esmeralda brillando con la intensidad de quien sabe que está contando algo importante. El viento del parque movió los mechones de pelo castaño que le caían sobre la frente, y Elena sintió de nuevo ese escalofrío que le recorría la espina dorsal —un mezcla de miedo y alegría que no había sentido en diez años.
—En mis sueños, tú no me llamas Matías —dijo el niño, con la voz baja como un susurro—. Me llamas "mi pequeño esmeralda". Y yo te digo que eres "mi reina de mangos".
Elena se quedó sin aliento. Mi reina de mangos. Ese era el nombre que Tomás le había puesto el día que celebraron su cumpleaños, cuando ella le había preparado un pastel con forma de árbol de mangos. Había sido un juego entre los dos, un código que nadie más entendía. Nadie. Ni su marido Juan, ni su hermana Carla, ni sus amigos. Solo ellos dos.
—¿Cómo...? —empezó a preguntar, pero no pudo terminar la frase. Las palabras se atascaban en su garganta.
Matías sonrió, y su sonrisa era tan igual a la de Tomás que Elena tuvo que cerrar los ojos por un instante para no desmayarse.
—Porque en mis sueños, mi nombre es Tomás —dijo—. Tomás Márquez. Y tu nombre es Elena Márquez, y vivimos en la casa con la puerta azul en Surco.
Elena abrió los ojos y miró al niño con incredulidad. Surco. La casa con la puerta azul. Todos los detalles eran exactos. Habían vivido allí hasta que Tomás murió, luego ella se había mudado a Miraflores para alejarse de los recuerdos —pero los recuerdos nunca se iban, solo se escondían en los rincones de su mente.
—¿Sabes cómo se llama la calle? —preguntó, con la voz tan baja que casi no se oyó.
Matías asintió con la cabeza, sin perder la mirada.
—Calle Los Mangos, número 127 —dijo—. Al lado hay una tienda de pan donde me compraban galletas de canela todos los viernes. La dueña se llamaba Doña Rosa, y tenía una perra negra llamada Negra.
Elena cerró los ojos y soltó una lágrima. Doña Rosa. Negra. Todo era cierto. Doña Rosa había muerto dos años después de Tomás, y Negra se había quedado en la tienda hasta que también murió. Nadie más que ella recordaba esos detalles tan pequeños, tan insignificantes para el mundo, pero tan importantes para su vida con Tomás.
En ese momento, Ana —la mamá de Matías— volvió caminando hacia ellos, con paso más tranquilo que antes. Llevaba en la mano un vaso de jugo de naranja y se lo entregó a Matías.
—Toma, amor, bebe un poco —dijo, luego miró a Elena con una expresión que no era solo desconfianza, sino también curiosidad—. ¿Qué están hablando?
Matías bebió un sorbo de jugo y miró a su mamá.
—Estoy contándole de la casa de la puerta azul —dijo—. Y de Doña Rosa y Negra.
Ana frunció el ceño y miró a Elena.
—¿Cómo le ha hablado de esas cosas? —preguntó, con un tono que empezaba a ser severo.
—No le he hablado de nada —respondió Elena, levantándose de un salto—. Él es el que me lo está contando.
Ana se quedó muda por un instante, luego miró a Matías con ojos llenos de sorpresa.
—¿Tú sabes de Doña Rosa y Negra? —preguntó al niño.
Matías asintió.
—Sí, mamá —dijo—. En mis sueños.
Ana suspiró y se sentó en el banco junto a su hijo. Parecía cansada, agotada. Elena se quedó de pie frente a ellos, sin saber qué decir.
—Matías ha estado teniendo esos sueños desde hace casi un año —dijo Ana, mirando al suelo—. Empieza a dormir y empieza a hablar de esa casa, de esa mujer que le canta canciones, de esos nombres. Carlos y yo pensamos que era un juego, o que lo había visto en la televisión. Pero... —se detuvo y miró a Elena—. Pero nunca habíamos oído hablar de Doña Rosa ni de Negra. Ni de la calle Los Mangos.
Elena se sentó de nuevo en el banco, con la mano sobre el reloj de cuero.
—Yo viví en esa casa —dijo, con la voz segura ahora—. Con mi hijo Tomás. Murió hace diez años. Tenía cinco años.
Ana miró a Elena con ojos llenos de compasión.
—Lo siento mucho —dijo—. Es un dolor terrible. Yo no sé cómo lo soportarías.
—No lo sé —respondió Elena—. Lo sigo preguntándome todos los días. Pero hoy... hoy he visto a Tomás en tus ojos, Matías. En tus palabras. En tu reloj.
Ana miró el reloj de Matías, luego el de Elena, y se quedó muda. Los dos eran iguales: cuero marrón, esfera de bronce, manecillas que marchaban al mismo ritmo.
—¿Dónde te compraste ese reloj? —preguntó a Matías.
El niño miró su muñeca y sonrió.
—No me lo compraron —dijo—. Me lo dio una señora en el sueño. La misma que está aquí. Ella me lo dijo que era para que nunca se me olvidara de ella.
Ana miró a Elena, y esta asintió.
—Le compré ese reloj a Tomás el día del accidente —dijo—. Era su regalo de cumpleaños. Se lo puse en la muñeca antes de salir de casa. Y se lo quedó puesto... —se detuvo, no queriendo recordar el final.
Ana tomó la mano de Elena con ternura.
—No tienes que seguir —dijo—. Yo entiendo. Pero... ¿cómo es posible? ¿Cómo puede mi hijo saber cosas que solo tu hijo podía conocer?
—No lo sé —respondió Elena—. Pero tal vez no importa la razón. Tal vez solo importa que Tomás está aquí. Que ha vuelto.
En ese momento, un hombre alto y delgado con cabello castaño y ojos marrones llegó al parque corriendo. Llevaba un traje de negocios y una cartera en la mano, y su rostro estaba lleno de preocupación.
—Ana! Matías! —gritó—. ¿Dónde están? He estado buscándolos por todos lados.
—Aquí, Carlos —respondió Ana—. Tranquilo, estamos bien.
El hombre llegó a ellos y abrazó a Ana y a Matías con fuerza. Luego miró a Elena con una mirada desconfiada.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—Soy Elena —respondió ella—. Conocí a Matías ayer en el parque.
Carlos frunció el ceño y miró a Ana.
—¿Y por qué está aquí? —preguntó.
Ana le miró a los ojos y negó con la cabeza, señalando que no quería hablar en ese momento. Carlos entendió y se sentó en el banco junto a ellos.
—Vamos a casa —dijo—. Está haciendo tarde, y Matías tiene que comer.
Matías se agarró de la mano de Elena y miró a su papá.
—Quiero que Elena venga con nosotros —dijo.
Carlos miró a Elena con sorpresa y desconfianza.
—No, amor —dijo—. Elena tiene cosas que hacer.
—No —respondió Matías, con voz firme—. Quiero que venga. Porque en mis sueños, ella vive con nosotros.
Elena se quedó muda. Carlos miró a Ana, y esta le dio una mirada que decía "tú verás".
—Bueno —dijo Carlos, con voz resignada—. Si quieres venir, eres bienvenida. Pero solo para comer.
Elena asintió con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias —susurró.
Los cuatro se levantaron y caminaron hacia la salida del parque. Matías se quedó en el medio, agarrándose de la mano de Elena y de la de Ana. Carlos caminaba al lado de Ana, mirando a Elena con curiosidad y desconfianza.
Llegaron a un coche blanco que estaba aparcado en la calle, y Carlos abrió la puerta para que Matías y Ana subieran. Luego abrió la puerta del copiloto para Elena.
—Entra —dijo.
Elena se sentó en el copiloto, y Carlos subió al volante. Empezaron a conducir hacia San Isidro, por calles que Elena conocía bien. Matías estaba en el asiento trasero, mirando por la ventana y cantando la canción de los mangos. Ana le acariciaba el pelo con ternura.
—¿Tú eres arquitecta? —preguntó Carlos, mirando a Elena por el retrovisor.
Elena asintió.
—Sí —respondió—. Trabajo en una oficina en Miraflores.
—Mi hermana también es arquitecta —dijo Carlos—. Trabaja en Arequipa.
Hubo un silencio durante unos minutos, luego Carlos habló de nuevo:
—Ana me dijo que Matías te está contando cosas de una casa con puerta azul.
—Sí —respondió Elena—. Es la casa donde viví con mi hijo.
Carlos frunció el ceño.
—¿Y cómo lo sabe Matías? —preguntó.
—Él dice que lo sueña —respondió Elena.
Carlos suspiró y miró al suelo.
—Matías ha estado teniendo esos sueños desde hace un año —dijo—. Ana y yo hemos llevado a ver a médicos, a psicólogos. Todos dicen que es normal, que es un modo de procesar algo que le ha pasado. Pero... no sabemos qué.
—Tal vez no ha pasado nada —respondió Elena—. Tal vez es algo que vendrá. O algo que ya pasó.
Carlos miró a Elena con ojos llenos de incredulidad.
—¿Tú crees en la reencarnación? —preguntó.
Elena se quedó en silencio por un instante, luego miró a Matías por el retrovisor. El niño estaba mirándola, con sus ojos de esmeralda brillantes.
—No lo sabía —respondió—. Pero hoy... hoy creo en algo más fuerte que la razón.
Llegaron a una casa pequeña y bonita en San Isidro, con un jardín con flores rojas y amarillas. Carlos aparcó el coche y todos bajaron. Matías se agarró de la mano de Elena y la llevó hacia la puerta.
—Ven, te muestro mi habitación —dijo.
Ana abrió la puerta y entraron en la casa. Era acogedora, con muebles de madera y paredes de color crema. En la sala había una foto de Matías cuando era bebé, y otra de Ana y Carlos en su boda.
Matías llevó a Elena hacia el pasillo, hasta una habitación al final. Abrió la puerta y la hizo entrar. La habitación estaba decorada con dibujos de dinosaurios —los mismos que a Tomás le gustaban— y en la pared había un mapa del mundo con marcas en diferentes lugares.
—Mira —dijo Matías, señalando el mapa—. En mis sueños, vamos a visitar estos lugares. A Machu Picchu, a la selva, a España. Tú me dijiste que el mundo es muy grande y que hay muchas cosas que conocer.
Elena miró el mapa y se quedó muda. Los lugares que Matías había marcado eran exactamente los que ella le había prometido a Tomás que visitarían. Machu Picchu, la selva, España —Juan era español, y le había prometido a Tomás que lo llevarían a conocer su país natal.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, con la voz rota.
Matías se acercó a ella y le tocó la mano.
—Porque en mis sueños, tu me lo prometiste —dijo—. Y tu nunca te olvidas de tus promesas.
En ese momento, Ana llamó desde la cocina:
—Comida está lista!
Matías agarró la mano de Elena y la llevó hacia la cocina. Carlos estaba sentado en la mesa, y Ana estaba sirviendo arroz con pollo y ensalada —el plato favorito de Tomás.
—¡Arroz con pollo! —gritó Matías—. Es mi favorito!
Elena se sentó en la mesa, junto a Matías. Carlos y Ana se sentaron al otro lado. Comieron en silencio por unos minutos, luego Matías empezó a hablar de nuevo de sus sueños.
—En mis sueños, tu me haces arroz con pollo todos los domingos —dijo—. Y me pones salsa picante, pero solo un poco, porque me duele la boca.
Elena sonrió, con lágrimas en los ojos. Tomás le gustaba la salsa picante, pero siempre le dolía la boca. Ella le ponía solo un poco, como si fuera un secreto.
—Tú también te gusta la salsa picante? —preguntó.
Matías asintió.
—Sí —dijo—. Pero solo un poco.
Carlos miró a Elena con curiosidad.
—¿Tu hijo también le gustaba la salsa picante? —preguntó.
Elena asintió.
—Sí —respondió—. Pero solo un poco.
Hubo un silencio durante unos minutos, luego Ana habló:
—Elena, te queremos preguntar algo. ¿Te gustaría venir a vernos más a menudo? A pasar tiempo con Matías.
Elena miró a Ana y a Carlos, luego a Matías. El niño le sonreía con esperanza.
—Sí —respondió, con voz segura—. Me gustaría mucho.
Carlos asintió con la cabeza.
—Bueno —dijo—. Pero tenemos que hablar de algunas reglas. Matías es nuestro hijo, y lo queremos mucho. No queremos que se sienta confundido.
—Claro —respondió Elena—. Yo no quiero hacerle daño a nadie. Solo quiero estar con él. Solo quiero... conocer la verdad.
Matías le tocó la mano.
—La verdad está en mis sueños —dijo—. Y en tus ojos. En tu reloj. En la canción de los mangos.
Elena miró al niño, y en sus ojos de esmeralda vio a Tomás. Vio su sonrisa, su risa, su amor. Y por primera vez en diez años, sintió que el vacío en su corazón se estaba llenando. Sintió que Tomás había vuelto. Que nunca se había ido.
Después de comer, Elena se despidió de Ana, Carlos y Matías. El niño le dio un abrazo fuerte y le dijo:
—Vuelve pronto, mi reina de mangos.
Elena se quedó muda, y Ana y Carlos miraron a Matías con sorpresa. Ese era el nombre que Tomás le había puesto. El nombre secreto.
—Sí, mi pequeño esmeralda —respondió—. Volveré pronto.
Carlos la llevó al coche y la dejó en el parque de la Reserva. Antes de bajar, él le tomó la mano.
—No sé qué está pasando —dijo—. Pero veo que Matías se siente bien contigo. Y eso es lo que importa.
Elena asintió.
—Gracias —dijo—. Gracias por darme esta oportunidad.
Carlos sonrió por primera vez.
—De nada —dijo—. Vuelve pronto.
Elena bajó del coche y se quedó de pie en el parque, mirando cómo el coche se alejaba. El sol estaba bajando, y el cielo estaba pintado de colores naranjas y rojos. Llevaba el reloj de cuero en la muñeca, y sentía la calidez de la mano de Matías en la suya.
Había vuelto a casa. Había vuelto a Tomás. Y aunque no sabía lo que el futuro le deparaba, sabía que no volvería a estar sola. Sabía que el amor era más fuerte que la muerte. Más fuerte que el tiempo. Más fuerte que todo.