El viento de la Reserva movió las hojas de los árboles de eucalipto mientras Elena caminaba hacia su casa en Miraflores. Llevaba la mano sobre el reloj de cuero, como si fuera un amuleto que la mantuviera conectada a Matías —a Tomás— y a ese momento de claridad que había sentido en la casa de San Isidro. Durante diez años, el silencio de su hogar había sido su única compañía; ahora, cada paso resonaba con la promesa de un regreso que no había osado imaginar.
Llegó a su apartamento en el décimo piso, abrió la puerta y se encontró con el aroma de polvo y recuerdos. Todo estaba igual que cuando se había mudado: las fotos de Tomás en la pared, el árbol de mangos de porcelana que le había regalado su madre, el sofá donde solían ver películas los domingos. Se sentó en el sofá y cerró los ojos, y volvieron los recuerdos: Tomás riendo mientras comía arroz con pollo, su voz cantando la canción de los mangos, la sensación de su mano pequeña en la suya mientras caminaban por la calle Los Mangos.
De repente, escuchó un sonido en la entrada. Abrió los ojos y vio a Carla, su hermana, apoyada en el umbral con una cesta de frutas en la mano. Carla tenía los mismos ojos marrones que ella, pero su rostro era más tranquilo, más sereno —había encontrado la paz en su matrimonio con Roberto y en sus dos hijas.
—Llegué a traerte mangos —dijo Carla, entrando en la sala—. Sé que te gustan, y... bueno, necesitaba verte. Te llamé ayer y no contestaste.
Elena se levantó y la abrazó.
—Lo siento —dijo—. Estaba en el parque. Con alguien.
Carla puso la cesta en la mesa y miró a su hermana con curiosidad.
—¿Alguien? —preguntó—. No te acuerdas? Juan te dejó hace dos años, y desde entonces no has salido con nadie.
—No es eso —respondió Elena, sentándose de nuevo—. Es un niño. Se llama Matías.
Carla se sentó a su lado y le tocó la mano.
—¿Un niño? —preguntó—. ¿Cómo lo conociste?
Elena empezó a contarle todo: el primer encuentro en el parque, los sueños de Matías, la casa con la puerta azul, Doña Rosa y Negra, el reloj, los nombres secretos. Carla escuchó en silencio, con la boca abierta, y cuando Elena terminó, se quedó muda por un instante.
—No lo puedo creer —dijo finalmente—. Es imposible.
—Yo también lo pensaba —respondió Elena—. Pero vi sus ojos. Vi la forma en que sonríe. Escuché su voz. Es Tomás, Carla. No hay duda.
Carla negó con la cabeza, pero su mirada estaba llena de compasión.
—Elena, amor, tu corazón está herido —dijo—. Tal vez estás viendo lo que quieres ver.
—No —respondió Elena, con voz firme—. Venías conmigo a la casa de Surco. Conociste a Doña Rosa, a Negra. Sabes que esos detalles no se inventan. Ni un niño de seis años puede inventarlos.
Carla suspiró y miró a las fotos de Tomás en la pared.
—Tienes razón —dijo—. No se inventan. Pero... ¿cómo es posible?
—No lo sé —respondió Elena—. Pero no me importa. Solo me importa que está aquí. Que he vuelto a encontrarlo.
En ese momento, el teléfono de Elena sonó. Era un mensaje de Ana: “Matías está dibujando. Dice que es para ti. ¿Quieres que te lo mande por foto?”
Elena contestó de inmediato: “Sí, por favor.”
Unos segundos después, llegó la foto. Era un dibujo de dos personas caminando por un camino con árboles de mangos. Una era una mujer con el pelo largo y oscuro —ella—, y la otra era un niño con ojos de esmeralda —Matías. En la parte superior, estaba escrito en letras torpes pero claras: “Mi reina de mangos y yo en el mapa de los sueños.”
Elena soltó una lágrima y se la mostró a Carla.
—Mira —dijo.
Carla miró el dibujo y se quedó sin palabras.
—Vamos —dijo finalmente—. Vamos a verlo. Quiero conocerlo.
Elena sonrió por primera vez en días.
—Gracias —susurró.
Dos días después, Elena y Carla llegaron al parque de San Isidro, donde Ana, Carlos y Matías les esperaban. El niño corrió hacia Elena cuando la vio y se abrazó a su pierna.
—Mi reina de mangos! —gritó—. Viniste! Y trajiste a tu hermana Carla.
Elena y Carla se miraron con sorpresa.
—¿Cómo sabes que es mi hermana? —preguntó Elena.
Matías sonrió y miró a Carla.
—En mis sueños, ella viene a visitarnos a la casa de la puerta azul —dijo—. Trae jugo de mango y le cuida el pelo a mi reina de mangos cuando se pone triste. Y se llama Carla.
Carla se agachó y miró al niño a los ojos. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Hola, Matías —dijo, con voz rota—. Soy Carla.
Matías le extendió la mano y ella se la tomó. En ese instante, sintió lo mismo que Elena: una calidez que venía de dentro, una sensación de reconocimiento que no podía explicar.
—Ven —dijo Matías—. Te muestro el mapa que hice.
Llevó a Carla y a Elena hacia un banco donde había un papel grande y colores de cera. Era un mapa más detallado que el de su habitación: tenía marcas en Machu Picchu, en la selva de Madre de Dios, en Madrid, y también en un lugar que Elena no reconocía: un pueblo pequeño en la costa norte, con el nombre de “Puerto Esmeralda”.
—¿Qué es Puerto Esmeralda? —preguntó Elena.
Matías se sentó a su lado y empezó a colorear el mapa.
—En mis sueños, vamos allí juntos —dijo—. Hay una playa con arena blanca y agua verde como esmeraldas. Y hay un árbol de mangos muy grande, el más grande del mundo. Tú me dijiste que ese árbol es nuestro árbol secretro, porque es donde nos prometimos que nunca nos olvidaríamos el uno del otro.
Elena se quedó muda. Puerto Esmeralda. Ese era el pueblo donde había nacido Tomás. Nadie más que ella y Carla lo sabían —habían ido solo una vez, cuando Tomás tenía tres años, para conocer a sus abuelos paternos, que murieron poco después. El árbol de mangos más grande del mundo era real: lo había visto, lo había tocado, y sí, le había prometido a Tomás que sería su árbol secretro.
—¿Has estado en Puerto Esmeralda? —preguntó Carla a Ana y Carlos.
Ana negó con la cabeza.
—Nunca lo hemos oído hablar —dijo—. Ni Matías ni nosotros.
Carlos se sentó a su lado y miró al mapa.
—Es un pueblo muy pequeño —dijo—. Está en Lambayeque, casi en la frontera con Piura. No es un lugar turístico.
Elena miró a Matías y le tocó la cabeza.
—Quieres ir a Puerto Esmeralda? —preguntó.
El niño asintió con entusiasmo.
—Sí! —gritó—. Porque el árbol está esperando a nosotros. Y los abuelos también.
Elena se quedó sin aliento. Los abuelos de Tomás habían muerto hace ocho años. ¿Cómo podía Matías saber de ellos?
—¿Los abuelos? —preguntó.
—Sí —dijo Matías—. En mis sueños, ellos me cuidan cuando tu no estás. Me dan galletas de canela y me cuentan historias de la playa. Se llaman Roberto y Rosa.
Elena cerró los ojos. Roberto y Rosa. Los nombres exactos de sus suegros. Carla le agarró la mano con fuerza.
—Es verdad —susurró Carla—. Son sus nombres.
Ana y Carlos miraron a Elena con ojos llenos de incredulidad. Hasta ese momento, habían creído en los sueños de Matías por el bien del niño, por la calidez que sentía con Elena. Pero ahora, con esos detalles tan específicos, tan ocultos, no podían negar que había algo más. Algo que no entendían, pero que sentían en su corazón.
—¿Qué tal si vamos? —dijo Ana, mirando a Carlos—. Un viaje a Puerto Esmeralda. Todos juntos.
Carlos frunció el ceño, pero luego miró a Matías, que le sonreía con esperanza.
—Bueno —dijo, con voz resignada—. ¿Por qué no? Matías necesita vacaciones, y... tal vez nos haga bien a todos.
Elena se levantó y abrazó a Ana y a Carlos.
—Gracias —susurró—. De verdad, gracias.
Los siguientes días fueron un torbellino de preparativos. Elena pidió permiso en el trabajo, Carla decidió ir con ellos para apoyar a su hermana, y Ana y Carlos reservaron un coche y un alojamiento en Puerto Esmeralda. Matías no paraba de hablar del viaje, de la playa, del árbol de mangos, de los abuelos. Para él, no era un viaje: era un regreso.
El día del viaje, se reunieron en el parque de San Isidro a las seis de la mañana. Matías llevaba una mochila con sus juguetes, su mapa y un libro de dibujos. Elena llevaba el reloj de cuero en la muñeca y una foto de Tomás en su bolsillo. Carla llevaba una cesta con comida para el camino, y Ana y Carlos llevaban las maletas del viaje.
Empezaron a conducir hacia el norte, por la carretera Panamericana. El sol salió por encima de los cerros, y el paisaje cambió de ciudades a campos de algodón y caña de azúcar. Matías estaba en el asiento trasero, entre Carla y Ana, dibujando en su libro y cantando la canción de los mangos. Elena estaba en el copiloto, mirando por la ventana y pensando en Tomás, en el viaje que nunca habían podido hacer juntos, en el regreso que ahora estaba a punto de cumplirse.
—¿Cuánto falta? —preguntó Matías, después de tres horas de viaje.
—Faltan unas dos horas más, amor —respondió Ana.
Matías miró a Elena por el retrovisor.
—El árbol ya nos está esperando —dijo.
Elena sonrió y le asintió.
—Sí, mi pequeño esmeralda —dijo—. Ya casi llegamos.
Llegaron a Puerto Esmeralda al mediodía. Era un pueblo pequeño y tranquilo, con calles de tierra y casas de adobe. Al final de la calle principal, había una playa con arena blanca y agua verde como esmeraldas —igual que en el dibujo de Matías. Y en el extremo de la playa, al lado de un muelle de madera, había un árbol de mangos tan grande que su copa cubría casi toda la playa.
—Allí está! —gritó Matías, señalando el árbol—. El árbol secretro!
Se bajó del coche y corrió hacia la playa. Elena, Carla, Ana y Carlos lo siguieron. Cuando llegaron al árbol, Matías se detuvo y miró hacia arriba, con los ojos llenos de admiración.
—Es igual que en mis sueños —dijo.
Elena se acercó a él y le tomó la mano. Miró hacia arriba y vio las ramas llenas de mangos verdes, y recordó el día en que le había prometido a Tomás que ese sería su árbol secretro.
—Te prometí que nunca te olvidaría —susurró.
Matías miró a ella y sonrió.
—Y yo te prometí lo mismo, mi reina de mangos —dijo.
En ese momento, un hombre mayor con cabello blanco y barba llegó al muelle. Llevaba una canoa en la mano y miró a Matías con curiosidad.
—Hola, niño —dijo—. ¿Es tu primera vez aquí?
Matías negó con la cabeza.
—No —dijo—. Vine aquí con mis abuelos Roberto y Rosa. Y con mi reina de mangos.
El hombre se quedó muda por un instante, luego miró a Elena con ojos llenos de sorpresa.
—Roberto y Rosa? —preguntó—. Ese era el nombre de mis hermanos. Murieron hace ocho años. Y... —se detuvo y miró a Matías—. Tienes los ojos de Roberto. Los mismos ojos de esmeralda.
Elena se quedó sin aliento. El hombre era el tío de Tomás, el hermano menor de su suegro Roberto. Nunca lo había conocido, pero había visto fotos suyas en la casa de Surco.
—Soy Elena —dijo, extendiéndole la mano—. Era esposa de Tomás, el hijo de Roberto y Rosa.
El hombre le tomó la mano y la miró con compasión.
—Lo siento mucho —dijo—. Tomás era un niño maravilloso. Recuerdo cuando vino aquí con sus padres. Era tan inteligente, tan alegre. Y tenía los mismos ojos que este niño.
Matías se acercó al hombre y le tocó la mano.
—Soy Tomás —dijo, con voz clara—. En mis sueños. Y ahora estoy aquí.
El hombre miró a Matías, luego a Elena, y soltó una lágrima.
—Mi hermano siempre dijo que el amor nunca se pierde —dijo—. Que vuelve, en formas que no entendemos. Ahora lo creo.
Todos se quedaron en silencio, mirando al árbol de mangos, a la playa, al cielo azul. Elena sintió la mano de Matías en la suya, la calidez de Carla al lado suyo, la compasión de Ana y Carlos, y la presencia de Roberto, Rosa y Tomás en ese lugar que era suyo. El vacío en su corazón se había llenado completamente. Había vuelto a casa. Había vuelto a su árbol secretro. Había vuelto a su amor.
Matías cogió un mango verde de la rama y se lo dio a Elena.
—Para ti, mi reina de mangos —dijo.
Elena se lo tomó y lo miró. Era el mismo tamaño y color que el mango que Tomás le había dado ese día en la playa, hace once años.
—Gracias, mi pequeño esmeralda —dijo, con lágrimas en los ojos.
El sol estaba en el cenit, y la luz se reflejaba en el agua de la playa, creando destellos de esmeralda. El viento movió las hojas del árbol, y pareció que estaba cantando la canción de los mangos. Todos se sentaron bajo la copa del árbol, comiendo mangos y hablando de los sueños, de los recuerdos, de la fuerza del amor.
Matías se acurrucó en el regazo de Elena y cerró los ojos.
—Estoy en casa —susurró.
Elena le acarició el pelo y cerró los ojos también.
—Sí, amor —dijo—. Estamos en casa.
Y en ese momento, en el árbol de mangos más grande del mundo, en Puerto Esmeralda, el nombre secreto se volvió verdad. El amor había vuelto. Y nunca se iría más.