La reencarnación del hijo biológico

CAPÍTULO 4 _ EL LEGADO DE LOS MANGOS

El viaje de regreso de Puerto Esmeralda fue silencioso, pero no de soledad —sino de reflexión. Matías dormía en el asiento trasero, acurrucado entre Ana y Carla, con el mango que le había cogido del árbol secretro guardado en su mochila. Elena estaba en el copiloto, mirando por la ventana mientras el paisaje volvía a cambiar de playas a campos, y pensaba en el hombre del muelle, en los ojos de esmeralda de Roberto, en la verdad que ahora no podía negar ni siquiera a sí misma.
Carlos condujo con calma, y de vez en cuando miraba a Elena por el retrovisor. Había visto cosas en Puerto Esmeralda que le habían cambiado la forma de pensar —no era un hombre de fe, pero ahora creía en algo más allá de la razón.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó, rompiendo el silencio.
Elena miró a Matías, que dormía con la boca entreabierta, y sonrió.
—Lo que sea necesario —respondió—. Para estar con él. Para protegerlo. Para que nunca se olvide de su legado.
Ana asintió desde el asiento trasero.
—El legado de Tomás —dijo—. Y el de Matías. Son dos cosas en una.
Carla tocó la mano de Elena.
—Tú no estás sola en esto —dijo—. Todos estamos contigo.
Llegaron a Lima al anochecer. Carlos dejó a Carla en su casa, luego a Elena en Miraflores, y finalmente se fue con Ana y Matías a San Isidro. Antes de bajar del coche, Matías se despertó y le dio un abrazo a Elena.
—No te olvides del árbol —dijo.
—Nunca —respondió ella—. Ni de ti.
Los siguientes días, la vida de Elena cambió completamente. Todos los días después del trabajo, iba a visitar a Matías en San Isidro. Juntos, dibujaban mapas de sus sueños, cantaban la canción de los mangos, comían arroz con pollo con un poco de salsa picante. Ana y Carlos hablaban con un abogado para definir los términos de la relación: Elena no quería ser la madre de Matías —sabía que Ana y Carlos lo amaban con todo su corazón—, pero quería ser parte de su vida, ser su tía reina de mangos, como Matías le llamaba.
Un sábado por la mañana, Elena llegó a la casa de San Isidro y encontró a Matías en la sala, con un cajón de madera en las manos. Era un cajón pequeño, de roble, con un dibujo de un árbol de mangos grabado en la tapa.
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó.
Matías sonrió y lo abrió.
—En el armario de mi habitación —dijo—. Mama Ana dijo que lo encontraron en el sótano cuando nos mudamos aquí, hace dos años. No sabían de quién era. Pero en mis sueños, es mi cajón.
Elena se agachó y miró dentro del cajón. Allí había un par de calcetines de niño, un lápiz de colores roto y una foto en blanco y negro. La cogió con cuidado y la miró: era una foto de un niño de cinco años, con ojos de esmeralda y sonrisa amplia, abrazado a una mujer con pelo largo y oscuro. Era Tomás y ella, en la casa de la puerta azul, el día de su cumpleaños —el mismo día en que le había dado el reloj de cuero.
—¡Es nosotros! —susurró Elena, con lágrimas en los ojos.
Matías cogió la foto y la miró.
—Sí —dijo—. En mis sueños, te lo mostré en el jardín. Y te dije que nunca te dejaría.
Ana entró en la sala y miró el cajón.
—No sabíamos de quién era —dijo—. Lo guardamos porque parecía importante. Pero ahora...
—Ahora sabemos —respondió Elena, levantándose—. Es el legado de Tomás. El legado de Matías.
En ese momento, el teléfono de Ana sonó. Era el tío de Tomás, el hombre del muelle de Puerto Esmeralda.
—Hola, Ana —dijo su voz por el auricular—. Llamo para decirles algo. Encontré algo en la casa de Roberto y Rosa. Un cuaderno. Tiene escritos los sueños de Tomás cuando era pequeño. Y... hay cosas que te gustaría ver, Elena.
Elena se acercó a Ana y le tomó el auricular.
—Hola —dijo—. Soy Elena.
—Elena, amor —dijo el hombre—. El cuaderno tiene un mensaje para ti. Escríbelo: “Mi reina de mangos, cuando vuelva, te mostraré el lugar donde guardamos el secreto del árbol.”
Elena se quedó sin aliento. El secreto del árbol. Tomás le había hablado de él cuando era pequeño, pero nunca le había dicho de qué se trataba.
—¿Dónde está el cuaderno? —preguntó.
—En Puerto Esmeralda —respondió el hombre—. Venid cuando quieras. Lo espero.
Ana miró a Elena y a Matías.
—Tenemos que ir —dijo.
—Sí —respondió Elena—. Tenemos que conocer el secreto.
Al día siguiente, se reunieron de nuevo: Elena, Ana, Carlos, Matías y Carla. Empezaron a conducir hacia el norte de nuevo, esta vez con más prisa, con la emoción de descubrir algo que Tomás había guardado durante años. Matías no paraba de hablar del cuaderno, de los sueños de Tomás, del secreto del árbol.
—En mis sueños, el secreto es un regalo —dijo—. Un regalo para ti, mi reina de mangos.
Llegaron a Puerto Esmeralda al mediodía. El tío de Tomás les esperaba en la casa de Roberto y Rosa —una casa de adobe con un jardín de mangos en el patio. Era pequeña, pero acogedora, con fotos de Tomás y sus abuelos en las paredes.
—Aquí está el cuaderno —dijo el hombre, entregándole a Elena un cuaderno de cuero marrón, igual que el reloj.
Elena lo abrió con cuidado. Las primeras páginas tenían dibujos de Tomás: dinosaurios, el árbol de mangos, la casa de la puerta azul. Luego vinieron los sueños, escritos con la caligrafía de Roberto, que le había anotado lo que Tomás le contaba por las noches.
“Sueño que estoy en el árbol de mangos, y hay un cofre bajo las raíces —leyó Elena en voz alta—. Dentro del cofre, hay un libro con las canciones de los mangos, y una medalla de esmeralda que mi mamá me dará cuando yo sea grande. Sueño que vuelvo a verla, que le cuento todo lo que he visto, que le doy la medalla como regalo.”
Matías se acercó a ella y señaló una página del cuaderno.
—Mira —dijo—. Aquí está el mapa del lugar donde está el cofre.
Era un mapa dibujado por Tomás, con una marca justo debajo del árbol secretro de la playa.
—Vamos —dijo el hombre—. Yo os ayudo a buscarlo.
Todos se dirigieron a la playa. El sol estaba caliente, y la arena era blanca y suave. Llegaron al árbol secretro, y Matías señaló un punto bajo las raíces más grandes.
—Allí está —dijo.
Carlos cogió una pala que el tío de Tomás le había dado y empezó a cavar. Ana, Elena y Carla ayudaron, y Matías miraba con los ojos abiertos de emoción. Después de unos minutos, Carlos tocó algo duro.
—Lo encontré —dijo.
Sacó un cofre de madera oscura, con un candado de bronce en la tapa. En la tapa, había grabado el mismo árbol de mangos que en el cajón de San Isidro.
—¿Cómo lo abrimos? —preguntó Ana.
Matías cogió el candado y lo miró.
—En mis sueños, la clave es una palabra —dijo—. La palabra secretra.
Elena miró a Matías y sonrió.
—¿Cuál es la palabra? —preguntó.
—Esmeralda —dijo el niño, con voz clara.
Carlos tocó el candado y lo giró con la palabra. Se abrió con un clic suave.
Dentro del cofre, había dos cosas: un libro de cuero con las letras “Canciones de los Mangos” grabadas en la tapa, y una medalla de esmeralda en forma de árbol. Elena cogió la medalla con cuidado y la miró: en el reverso, estaba escrito “Para mi reina de mangos, de mi pequeño esmeralda. El amor es eterno.”
—Es para ti —dijo Matías, cogiendo la medalla y se la puso alrededor del cuello de Elena.
Elena soltó una lágrima y abrazó a Matías con todas sus fuerzas. En ese momento, sintió la presencia de Tomás más fuerte que nunca —no era solo en los ojos de Matías, sino en el libro, en la medalla, en el árbol secretro que les había dado un hogar nuevo.
—Gracias —susurró—. Gracias por volver.
El tío de Tomás sonrió y miró a todos.
—Roberto siempre dijo que Tomás tenía un propósito —dijo—. Ahora lo entiendo. Es para unirnos a todos. Para mostrar que el amor no muere, que se transforma.
Carla cogió el libro de canciones y lo abrió. La primera canción era “La Canción de los Mangos”, con las letras que Tomás y Elena cantaban juntos:
“Mangos verdes, mangos maduros,
mi reina de mangos, mi amor seguro.
El árbol secretro nos guarda el sueño,
el amor eterno nunca se va.”
Todos empezaron a cantar, con Matías a la cabeza, su voz clara y alegre resonando por la playa. El viento movió las hojas del árbol, y pareció que se unía a la canción. Los peces saltaban en el agua verde como esmeraldas, y el sol brillaba con fuerza, iluminando el legado que Tomás había dejado y que Matías había traído de nuevo a la vida.
Después de cantar, se sentaron bajo el árbol y leyeron más canciones del libro. Cada una hablaba de amor, de familia, de la fuerza de los sueños. Matías dibujó en su libreta la escena: todos juntos bajo el árbol secretro, con el cofre y el libro a su lado.
—Ahora tenemos que llevar el libro a la casa de la puerta azul —dijo Matías—. Para que el legado quede allí, con los recuerdos.
Elena asintió.
—Sí —respondió—. Mañana vamos a Surco.
Al día siguiente, se dirigieron a Surco, a la casa con la puerta azul. Elena no había vuelto allí desde que Tomás murió —había vendido la casa, pero el nuevo dueño le había dado permiso para visitar el jardín. La puerta seguía siendo azul, y el árbol de mangos que había plantado con Tomás seguía creciendo en el patio.
Matías se acercó al árbol y tocó sus raíces.
—En mis sueños, jugaba aquí con mi mamá —dijo—. Con tu reina de mangos.
Elena cogió el libro de canciones y lo colocó en un hueco que había entre las raíces del árbol.
—Aquí va el legado —dijo—. Para que todos los que vengan aquí sepan que el amor es eterno.
Ana tomó la mano de Elena.
—Esta casa siempre será tu casa —dijo—. Y nosotros siempre seremos tu familia.
Carlos asintió.
—Matías es nuestro hijo —dijo—. Pero también es tu pequeño esmeralda. Y eso no cambiará nunca.
Elena miró a todos: a Ana y Carlos, a Carla, a Matías, que le sonreía con sus ojos de esmeralda. El sol brillaba en el patio, y el aroma de los mangos llenaba el aire. Había cerrado un círculo que había empezado diez años atrás, cuando había perdido a Tomás. Ahora, había vuelto a encontrarlo, en forma de un niño que llevaba su amor en los sueños y su legado en el corazón.
Matías cogió la mano de Elena y la llevó hacia la puerta azul.
—Vamos a casa —dijo.
Elena sonrió y asintió.
—Sí —respondió—. Vamos a casa.
Todos se dirigieron al coche, con la emoción de haber cumplido el deseo de Tomás, de haber guardado su legado, de haber encontrado una familia nueva y un hogar que nunca se perdería. El camino de regreso a Lima fue lleno de canciones y risas, con Matías cantando La Canción de los Mangos y todos los demás se uniendo.
Elena llevaba la medalla de esmeralda en el cuello y el reloj de cuero en la muñeca. Sentía la calidez de la mano de Matías en la suya y la certeza de que el amor era más fuerte que todo —más fuerte que la muerte, más fuerte que el tiempo, más fuerte que la distancia.




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