La reencarnación del hijo biológico

CAPÍTULO 5_LA CASA DE LOS MANGOS

Elena sintió la calidez de la mano de Matías en la suya mientras el coche avanzaba hacia Lima, y terminó la frase que se le había quedado en la lengua: “Sentía la calidez de la mano de Matías en la suya y la certeza de que el amor era más fuerte que todo —más fuerte que la muerte, más fuerte que el tiempo, más fuerte que la distancia.”
Pasaron semanas, luego meses, y la vida de todos se entrelazó como las ramas del árbol secretro. Elena siguió visitando a Matías todos los días después del trabajo: juntos hacían deberes, dibujaban mapas de nuevos lugares a conocer, cantaban las canciones de los mangos mientras Ana preparaba la cena. Carlos había dejado de sentir desconfianza —ahora veía a Elena como parte fundamental de la vida de su hijo, como la conexión con un legado que hacía a Matías quien era.
Un día de primavera, Elena llegó a la casa de San Isidro y encontró a todos reunidos en la sala, con una expresión de emoción en el rostro. Matías corrió hacia ella y le dio un papel.
—Mira, mi reina de mangos! —gritó—. Es un regalo para ti.
Era un contrato de compraventa. De la casa con la puerta azul en Surco.
—¿Qué es esto? —preguntó Elena, con la voz temblorosa.
Ana se acercó a ella y le tomó la mano.
—El nuevo dueño quería venderla —dijo—. Carlos y yo lo compramos. Para ti. Para nosotros. Para que sea la casa de todos.
Elena soltó lágrimas de alegría y abrazó a Ana y a Carlos.
—No sé cómo agradecerlos —susurró.
—No hay nada que agradecer —dijo Carlos—. Esa casa es parte de Matías. De su legado. De nuestra familia.
Matías cogió la mano de Elena.
—En mis sueños, vivimos todos allí —dijo—. En la casa de los mangos. Con el libro bajo el árbol y la puerta azul que nunca se cierra.
Los siguientes días fueron de mudanza. Elena trasladó sus cosas de Miraflores a Surco: las fotos de Tomás, el árbol de mangos de porcelana, el sofá donde solían ver películas. Ana y Carlos llevaron algunas cosas de San Isidro: la cajón de roble con la foto de Tomás y Elena, los dibujos de Matías, el mapa del mundo con las marcas de los sueños.
El día que se instalaron, Carla llegó con sus hijas, Sofia y Valentina. Las niñas corrieron por el patio, jugando alrededor del árbol de mangos que Elena había plantado con Tomás. Matías se unió a ellas, y todos empezaron a colgar decoraciones de colores en las ramas.
—Es un día de fiesta! —gritó Valentina, de siete años.
—Sí —respondió Matías—. Es el día en que la casa vuelve a vivir.
El tío de Tomás llegó desde Puerto Esmeralda con un cesto de mangos maduros y una pintura: era el árbol secretro de la playa, con todos ellos juntos bajo su copa.
—Para la sala —dijo, entregándosela a Elena.
Todos se reunieron en el patio, alrededor del árbol de mangos. El sol brillaba, el aroma de los mangos llenaba el aire, y Matías cogió el libro de Canciones de los Mangos que habían colocado bajo las raíces y lo abrió.
—Vamos a cantar la canción nueva —dijo.
Era una canción que había escrito él mismo, con la ayuda de Carla:
“Casa azul, árbol de mangos,
familia unida, amor que manguea.
Los sueños vienen, los recuerdos quedan,
la casa de los mangos nunca se olvida.”
Todos empezaron a cantar, con las voces de las niñas mezclándose con la de Matías, con la de Elena, Ana, Carlos, Carla y el tío de Tomás. El viento movió las hojas del árbol, y pareció que se unía a la melodía, como si Tomás estuviera allí con ellos, cantando con ellos.
Después de la canción, Matías se acercó a Elena y le dio un mango maduro.
—Para ti —dijo—. Es del árbol secretro de Puerto Esmeralda. Tío Roberto me lo trajo.
Elena se lo tomó y lo peló con cuidado. Al abrirlo, encontró una semilla de esmeralda —pequeña, brillante, perfecta.
—Es la semilla del amor —dijo Matías—. Tenemos que plantarla aquí, en el patio. Para que crezca un nuevo árbol de mangos.
Todos ayudaron a plantar la semilla: Matías cavó el hoyo, Elena la colocó dentro, Sofia y Valentina le echaron tierra, y el tío de Tomás le echó agua.
—Cuando crezca, será el árbol de la nueva generación —dijo Carla.
—Sí —respondió Matías—. Y los niños de mañana cantarán nuestras canciones.
Por la tarde, cuando la fiesta terminó y Carla se fue con sus hijas, el tío de Tomás se quedó a hablar con Elena en el patio.
—Roberto y Rosa estarían muy felices —dijo—. Verían que su nieto está bien, que su amor sigue vivo, que la familia está unida.
Elena asintió, con la medalla de esmeralda en el cuello y el reloj de cuero en la muñeca.
—Tomás también estaría feliz —dijo—. Él siempre quiso que la amor fuera eterno.
Matías salió de la casa y se acurrucó en el regazo de Elena.
—Estoy contento —dijo—. Porque vivimos en la casa de los mangos, con todos. Y nunca te dejaré.
—Yo tampoco te dejaré —respondió Elena, acariciándole el pelo.
Ana y Carlos salieron al patio y se sentaron a su lado. Carlos tomó la mano de Matías.
—Hijo —dijo—. Hoy es un día muy importante. Porque hemos creado una nueva familia, una familia que tiene espacio para todos los recuerdos, para todos los sueños, para todo el amor.
—Sí, papá —dijo Matías—. Y la casa de los mangos es nuestro hogar para siempre.
El sol se estaba poniendo, y el cielo estaba pintado de colores naranjas y rojos, igual que el día en que Elena se había despidido de Matías por primera vez en el parque. La luz se reflejaba en la puerta azul, en la medalla de esmeralda de Elena, en los ojos de Matías, que brillaban como esmeraldas.
Elena miró a todos: a Ana y Carlos, que le sonreían con ternura; a Matías, que dormía en su regazo; al árbol de mangos que había plantado con Tomás; al nuevo hoyo donde estaba la semilla del amor. Había cerrado el círculo completamente. Había perdido a Tomás, pero había encontrado a Matías. Había estado sola, pero ahora tenía una familia. Había vivido en el silencio, pero ahora vivía en la música de las canciones de los mangos.
Matías se despertó y miró a Elena.
—Mi reina de mangos —dijo.
—Mi pequeño esmeralda —respondió ella.
Los dos sonrieron, y en ese momento, Elena sintió que Tomás estaba allí, en el viento, en el aroma de los mangos, en los ojos de Matías. Que nunca se había ido. Que había vuelto, en forma de amor, de sueños, de legado.
La casa de la puerta azul era ahora la casa de los mangos. Y en ella, el amor era eterno.
(Fin




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