CAPITULO I
-¡Elektra!
Escuchó que la llamaban a lo lejos por tercera vez. El césped esmeralda recién cortado y aún bañado por el rocío de la mañana le hacía cosquillas en sus pies, el sol comenzaba a alzarse por el Este, muy por encima de los altos muros de la ciudad. Elektra contempló asombrada cómo sus inmensos y radiantes rayos proyectaban su luz por todo el jardín bañándola con una cálida sensación energizante. No era la primera vez que se levantaba a primera hora del día para ver el amanecer, era algo así como su costumbre; levantó el rostro hacia el firmamento con los ojos cerrados y alzó las manos invitando al calor.
-¿Por qué imaginé que te encontraría aquí?
Elektra sonrió sin abrir los ojos; no necesitaba verlo para saber de quién se trataba, podía reconocer esa voz como si fuese la suya propia.
-Buenos días, Tai – Replicó poniéndose de pie para darle un fuerte abrazo a su viejo amigo.
Tai era solo dos años mayor que ella, tenía una piel curtida producto de todos los trabajos que hacía al aire libre, y su cabello negro como la noche estaba siempre amarrado en una pequeña coleta en su nuca. Elektra sonrió a sus increíbles ojos negros mientras besaba gentilmente su mejilla.
-Hoy pareces más feliz que nunca – Observó Tai con escepticismo.
-Es un día precioso.
-¿No tendrá que ver con el hecho de que es tu cumpleaños?
Elektra sonrió aun más radiantemente.
-Tal vez... no todos los días cumples dieciséis.
Tai sonrió de oreja a oreja, Elektra era la joven más bella que jamás había visto en su vida, su largo y sedoso cabello negro caía sobre sus suaves y delicados hombros tan blancos como la leche, produciendo un contraste que parecía irreal; siempre había parecido tan perfecta e inalcanzable a sus ojos. Respiró profundamente sosteniendo con una mano la de ella y con la otra sacando un pequeño paquete de tela de su bolsillo izquierdo.
-Feliz cumpleaños – Deseó mientras depositaba el paquete en la mano de la joven.
Elektra sonrió con la mirada clavada en el paquetito de tela turquesa que reposaba en su mano abierta; lo abrió con curiosidad y un destello plateado brilló bajo la luz del sol. Tomó el pequeño objeto de metal entre sus dedos, y cientos de plateadas estrellas diminutas tintinearon en su mano.
-Es precioso – Murmuró mientras clavaba la mirada en los ojos de Tai, que brillaban con ese destello radiante que solo le dedicaba a ella.
-Nuestra estrella – Replicó mientras un rubor tenue se extendía por sus mejillas.
Elektra sonrió recordando una noche hacía más de cinco años, cuando Tai y ella se habían escapado al jardín, después de que ella hubiese discutido con su padre, y juntos contemplaron el firmamento cubierto de estrellas. Tai era solo un niño al igual que ella, pero había sido su mejor amigo desde que tenía memoria. Cuando eran jóvenes las cosas eran tan distintas, a Tai aún no le habían asignado su puesto de trabajo porque aún no tenía los dieciséis años, así que ambos asistían al mismo centro educativo y se veían todos los días. Esa noche se habían acostado sobre ese mismo césped a contemplar el cielo y él le había tomado la mano por primera vez, mientras señalaba temblorosamente con la mano libre, una estrella que brillaba más que cualquier otra.
-Esa es mi estrella – Había dicho con la voz entrecortada – Siempre está en el mismo lugar, inalterable, eterna... cada vez que te sientas sola, solo tienes que alzar el rostro y contemplarla, donde sea que estés, te prometo que estaré viendo la misma estrella que tú, y nunca más tendrás que sentirte sola.
-Será nuestra estrella entonces – Había replicado ella con seguridad.
-Me encanta - Dijo lanzándose nuevamente a sus brazos y dándole otro beso en la mejilla – Es el mejor regalo de cumpleaños que me han dado.
Tai se removió en su sitio visiblemente incomodo pero trató de disimularlo.
-Es una tontería – Replicó restándole importancia – Lo hice con el metal que sobró de los herreros.
-Es precioso, prometo que nunca me lo quitaré – Aseguró extendiendo su brazo para que Tai se la pusiera.
El brazalete se cerró perfectamente alrededor de su pequeña muñeca y las alhajas repiquetearon las unas contra las otras en perfecta armonía. Tai sintió una corriente eléctrica recorrer cada una de sus terminaciones nerviosas mientras sus dedos tocaban la suave piel de Elektra; siempre había sido así entre ellos, desde la primera vez que él se había atrevido a tocarla cuando tenía trece años.
-Será mejor que entres – Atajó Tai soltando su muñeca – Tu padre te está buscando.
Elektra sonrió y se despidió de su amigo mientras atravesaba con largas zancadas el infinito jardín que la separaba de casa. La inmensa Mansión Petrova se alzaba frente a ella con interminables paredes blancas como la nieve y hermosos ventanales de cristal, formando a cada esquina largas columnas como torres que se abrían a su alrededor sobre un sinfín de techos con blancos caballetes coronando las tejas azules, que se mezclaban en una silenciosa conversación con el cielo del mismo color. Largas y finas escaleras de mármol blanco daban la bienvenida a la entrada principal, y una inmensa terraza tipo mirador se extendía en su gloria en el centro de la mansión, de forma que se pudiese contemplar la inacabable extensión del jardín, establos, plazoletas, fuentes, calles y casas que rodeaban a la propiedad convirtiéndola en una pequeña ciudad amurallada con infinitos muros de mampostería.