CAPITULO XVI
Una pequeña llovizna había comenzado a caer de la nada. La luna llena brillaba sobre sus cabezas haciendo que la escena se tornase fantasmagórica.
-¿Qué llevas ahí? – Bramó el General mientras el repudiado se acercaba corriendo hasta él con los ojos brillando de anticipación – Muéstralo.
-Un bolso, mi señor – Replicó con una sonrisa de júbilo, mientras la lluvia le empapaba la ropa.
-¿Un bolso? ¿Qué tiene de especial un bolso?
El repudiado sonrió más ampliamente mientras lo abría para mostrárselo a su jefe.
-El bolso no es lo importante, mi señor – Explicó – Es lo que está adentro.
El General bajó de su caballo con elegancia; su largo abrigo de piel barría la húmeda tierra llenándolo de barro. Mika contuvo el aliento, nunca se había molestado en revisar el bolso de Eli, no tenía ni idea de lo que estaba adentro.
-¿Qué hay en el bolso? – Inquirió el gobernado a su lado - ¿Mika, qué hay ahí?
El chico solo pudo negar con la cabeza mientras la lluvia le empapaba el rostro. Su corazón latía fuertemente contra su pecho y su pulso se había acelerado, lo que sea que hubiese en el interior de aquel bolso podría significar la perdición de toda la aldea.
-¿De quién es el bolso? – Bramó el General agitándolo frente a la fila de aldeanos - ¿De quién?
El silencio cayó sobre todos; cada uno de los presentes conocía a Mika y lo quería, sabía que ninguno lo delataría, pero no podía dejarlos sacrificarse por él.
El General contempló a los aldeanos con desprecio; nunca había entendido por qué el Maestre se había tomado la molestia de mantenerlos con vida; entregaban los tributos, claro, y facilitaban el proceso de crear nuevas armas, además de servir para los experimentos que Petrova realizaba; pero no eran más que una molestia que debía ser eliminada. Si fuese por él, habría destruido todas las aldeas a su paso, tomado a tantos rehenes como fuese posible para los experimentos, y se habría deshecho del resto. Sin embargo, en esos momentos, los necesitaba.
Viktor le había encomendado la importante labor de devolver a su querida hija a Petrova, costase lo que costase. Solo él y la familia real sabían sobre la desaparición de Elektra; el Maestre le había pedido explícitamente no decir una sola palabra a la milicia; para ellos, estaban buscando a una traidora, a una simple habitante de la ciudad que había escapado prófuga de la justicia; el guardia que habían apostado en su puerta la noche que escapó, había sido asesinado solo para silenciar aquel secreto. Viktor no era idiota, sabía lo que ese tipo de información podía significar en manos enemigas, y habían traidores dentro de Petrova, de eso estaba seguro. No podía darse el lujo de que el enemigo capturase primero a su hija, la necesitaba, ella era la clave de todo, el primer eslabón en el más importante descubrimiento de la República.
-Cabo – Llamó el General, y uno de los guardias a su lado se enderezó – Ya sabes qué hacer.
El cabo, un hombre delgado y larguirucho, se alejó rápidamente de él en dirección a la fila de aldeanos. Mika intentó ver qué era lo que estaba sucediendo, pero el grito de Suhail lo dijo todo. Vio en cámara lenta la horda de aldeanos alzarse en protesta, mientras el resto de la milicia corría para frenarlos.
-¡NO, MI NICO NO!
El grito desgarrador de Suhail retumbó en la plaza mientras varios aldeanos caían al suelo, presas de las torturas de la milicia, estaban activando los catalizadores.
-¡ABUELA! – Gritó Nico desesperado tratando de soltarse del agarre del Cabo.
-¡BASTA!- Bramó Mika corriendo hasta donde se encontraba el General - ¡Es mío!
El General sonrió complacido y el Cabo liberó a Nico finalmente. Sabía que no había elección, Mika jamás dejaría sufrir a otros por algo que le correspondía a él.
-Es mío – Repitió casi sin aliento, mientras volteaba para comprobar que todos estaban a salvo.
Nico estaba de vuelta con sus abuelos y Misha, y los tres lo abrazaban protectoramente. El Gobernador miraba a Mika con una mano tensamente sostenida encima de su puñal; el chico sabía que el hombre lo utilizaría si la situación se salía de control, pero eso era justamente lo que él estaba intentando evitar, no soportaría traer más muertes a la aldea.
-¿Dónde está la chica a la que le pertenece este bolso? – Preguntó desafiante el General sin apartar la mirada del chico.
-No hay ninguna chica – Mintió – Es mío.
El General bufó y Mika supo enseguida que no le había creído, podía sentir el intenso odio y desprecio que irradiaba como energía fuera de aquel hombre.
-¿Tuyo? – Repitió con superioridad mientras extraía algo del bolso – No sabía que los aldeanos usaran vestidos.
Mika frunció el ceño sin comprender; la mañana que habían encontrado a Eli, la chica había estado vestida con la ropa típica de los habitantes de la ciudad, no había ningún vestido, de eso estaba seguro. Pero el General extendió una corta seda rosa con pequeños detalles plateados, y la blandió frente a él. El traje, ahora empapado por la lluvia, no se parecía a nada que hubiese visto en su vida; la delicada tela caía como cascada por la oscura mano del General, mientras los hilos brillaban tenuemente bajo los débiles rayos de la luna.