La Reina de Fuego

Prólogo

Dedicado a mi pollito, te quiero muchísimo.

 

 

Hace mucho tiempo, los cuatro guardianes del mundo, expulsaron a los demonios en una batalla contra el mal. Con la ayuda de la bruja del poder, los encerraron en un espejo mágico y lo rompieron en cuatro partes. Formaron un Reino desde cero, bajo el mandato de uno de ellos y con la participación de los otros tres para la toma de decisiones. 

En  un principio, aquella tierra a la que llamaron Antara, vivió en paz y armonía durante generaciones. Pero al pasar los años y desaparecer los fundadores, la tiranía y el poder, sucumbieron al hombre. La magia fue desterrada y olvidada, así como las viejas leyendas. Haciendo caer al Reino más poderoso que existía, en un letargo tan profundo, capaz de ser destruido...

 

***** 

 

Era una noche de unos de los agostos más calurosos que se recordaban. El calor impedía el sueño a todos los habitantes de la capital, no era un secreto que la elevación de las temperaturas en el condado de Altnarag, era frecuente, pero no se recordaba tal ola en casi veinticuatro mil lunas. No desde los tiempos sombríos. 

Si había alguien a quien los sudores no le abandonaban, era al rey Ragnar el Bravo. Sus idas y venidas a lo largo del pasillo del ala oeste de su palacio, estaban empezando a marear a a más de uno de sus sirvientes que lo acompañaban.

Dentro de una de las alcobas, su mujer gritaba por los doleres de un parto, que se estaba alargando demasiado. Su Majestad, angustiado e impaciente apretaba los puños para no entrar en la estancia. Cuando ya el alba comenzaba asomar por una de las ventanas, el suelo tembló bajo sus pies. 

Mal momento para que el gran volcán dormido, erupcionara. Despertando así, a unos aldeanos incapaces de conciliar por unos segundos el sueño. Ragnar, aún apoyándose en la jambra de la puerta de la habitación abierta por él, fue testigo de un nacimiento singular. Pues del interior del vientre de su esposa, surgió una luz tan pontente que acabó con las pocas fuerzas que le quedaban. 

Se acercó hasta la partera, que cogió a la criatura con los brazos temblorosos. 

— Es una niña. — susurró ella. 

La limpió y se la tendió a su padre, que la observaba con recelo, la acunó para que se durmiera no sin antes ver, esos ojillos desdibujados que guardaban un don tan sorprendente como peligroso. 

Lo notó enseguida, y como si un click sonara en su cabeza, se la devolvió a la anciana para que fuera atendida por una nodriza. 

— Ocupaos de la reina. — ordenó a sus criados, antes de salir de los aposentos sin ni siquiera dedicarle una mirada, al cuerpo inerte que yacía en la cama. 

Apretó el paso a medida que avanzaba hacia la biblioteca y se atrincheró en ella. Buscó sin parar entre los grandes estantes, el ejemplar que necesitaba y con el ahogo de un grito, supo que había encontrado una respuesta. 

— ¡Guardias! ¡Encerrad a la niña! — gritó asustado, pues las profecías había que tomarlas muy enserio. 

Y así, fue como el destino de Alanna quedó marcado, porque los siguientes veinte años se los pasaría custodiada en una torre, sin que el pueblo supiera de su existencia y para evitar un desenlace, que estaba empeñado en que se produjera...

 

 

 




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