La Reina de Fuego

5

Azai y Eliān llevaban ya largas horas de viaje a caballo, el sol comenzaba a alzarse y las fuerzas a menguar. Sabían que tenían que alcanzarlas antes de que la noche los envolviera de nuevo. Si los demonios estaban sueltos significaba problemas y era mejor que la joven estuviera protegida. 

— ¡Ánimo amigo! Apenas quedan unas pocas leguas y hay que alcanzarlas. — dijo el joven rubio. Su compañero azuzó al caballo para ir más rápido. 

— ¿Por qué este repentino interés en proteger a esa mujer? Nunca te has preocupado por ninguna y ahora me haces atravesar el desierto en mi época de vacaciones por una... — Azai dejó salir una sonrisa pícara. 

— Porque es tu reina, como miembro fiel a la casa real mi deber es protegerla. 

Eliān se paró en seco haciendo relinchar al corcel, se acercó a su amigo que lo miraba sorprendido y clavándole los ojos en los suyos habló:

— Somos cazadores, nos conocemos desde hace años, ni siquiera somos de esta tierra y me dices que le debes lealtad a esa joven. — Lo señaló. — Nosotros no somos nadie comparado con ella, esa no es tu razón. No me la digas si no quieres, pero no me mientas. — Espoleó al animal de nuevo y continuaron el viaje en silencio. 

Había motivos, todos ocultos en el corazón de aquel joven, pero no era el momento ni el lugar de revelar ninguno. Había pasado muchos años callado y aguardando, solo tocaba esperar un poco más. 

Al anochecer de aquel día, acamparon en mitad de aquel mar de arena, montaron sus jaimas y se dispusieron a descansar. Mas Azai, sumido en sus pensamientos, sacó su pipa mientras observaba el cielo estrellado sentado junto al fuego encendido para calentarse del frío de la noche. Eliān dormía en el interior de la tienda y tras echarle un vistazo, salió a dar una vuelta provisto de su arco y flechas. 

Cuando solo llevaba unos pocos pasos, vio a lo lejos un punto que brillaba, entre rojo y naranja que cada vez se hacía más grande. Extrañado la apuntó con su arma y se acercó hasta él. 

Lo que contemplaron sus ojos al llegar ante aquello lo dejó sin palabras. Era una mujer envuelta en llamas alzada en el aire, con sus orbes cerrados y sin quemarse, como presa de un encantamiento. Lucía como un ángel hermoso. Al apargarse, ella cayó al suelo sin inmutarse, semi inconsciente. Soltó el arco y corrió hacia ella, se asombró al ver que era la joven de cabello ceniza, pero más al comprobar cómo uno de sus mechones negros cambiaba de color a ese que empezaba a gustarle. Ella lo miró unos instantes antes de perder el conocimiento. 

— ¡APARTAOS DE ELLA! — gritó otra mujer que reconoció como la que la sacó de la posada la otra vez. 

Azai la ocultó de ella, con un gesto tan instintivo que asombró a Ivette. — Vos no la tocareis más. — Desenvainó la espalda tras ponerse de pie. La dama de compañía comenzó a pronunciar las palabras de un conjuro, pero el joven, más rápido, la acorraló con su arma hasta hacerla caer al suelo. Desde su posición la criada vio lo que colgaba del pecho del joven. Él se dio cuenta y la miró sin titubear. 

— ¿Quién sois? — Preguntó Ivette extrañada.

— Lo sabéis perfectamente. 

Enfundó la espada y la ayudó a levantarse. Ninguno de los dos dijo nada más, Azai cogió en brazos a Alanna quien seguía sin recobrar el sentido, en ese momento la luna se alzó roja en el cielo y un sonido tan desagradable como perturbador se escuchó en cada rincón del desierto. 

— Saben que estamos aquí.— Concluyó la mujer.— Hay que volver a mi campamento, allí estará más protegida que en medio de la nada. 

El joven rubio asintió en silencio, rezando en su interior porque Eliān estuviera bien, lo había dejado solo, pero sabía que sus habilidades de rastreador lo ayudarían a dar con él. El lugar donde se habían instalado no estaba demasiado lejos, un hombre recogía todas las cosas y las ataba a un par de caballos. 

— ¿A dónde os dirigís? — Interrogó el muchacho. 

— Al bosque de Huton, tiene que cumplir la profecía, es su destino. — Respondió Ivette. — Pero antes hay que pasar por Efitra a por provisiones, es la ciudad más cercana a la frontera. 

Azai dejó a Alanna tumbada en unas telas y tras sentarse a su lado, habló:

— Iré con vosotros, el desierto es peligroso para quienes no han salido nunca de un castillo, os guiaré hasta el bosque. 

La mujer no replicó, ni merecía la pena gastar saliva con una persona como él, ni podía oponerse. Puede que vistiera con las ropas de un humilde cazador, pero aquel zagal no era ningún pobre hombre y más tras haber visto lo que ocultaba bajo su camisa llena de lamparones. 

Casi al amanecer, Alanna abrió los ojos desorientada. Su vestido había sido sustituido por otro, todos parecían dormir y a su lado, el hombre de ojos celestes le indicaba silencio con el índice en los labios. Azai se acercó a su oído, contemplando como ella temblaba nerviosa y juntaba los párpados ante aquel gesto, que sin proponérselo, había hecho que sus corazones latieran frenéticos. 

— Vuestra dama os cambió, os desmayaisteis tras... No sé qué fue eso la verdad, solo sé que os encontré ardiendo...— Se ruborizó ante sus palabras.— Me llamo Azai por cierto. 

— Alanna.— Susurró ella.— Gracias, gracias por cuidarme.— Bostezó agotada y él la tapó con una manta para que descansara cómoda y no se enfriara. 




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