La Reina de Hordaz

PREFACIO

25 AÑOS ANTES

Una espantosa mirada tiñó de horror los ojos de Adhi Lecred cuando una quinta y mortal ola elevó su navío y lo hizo tambalearse en medio de un voraz océano. El Capitán tenía su hermosa piel morena perlada de pequeñas gotas de sudor. Estaba dando todo de sí y aún no conseguía salir de aquella terrible tormenta, que sin ningún motivo aparente los había tomado por sorpresa. El capitán maldijo, se mordió el labio y sus dedos se transparentaron sobre la madera del timón. Allá afuera, en medio de la pavorosa tempestad, sus marinos se debatían entre la vida y la muerte al intentar controlar las velas y los mástiles que estaban a punto de partirse a la mitad.

—Señor, no lo lograremos —exclamó uno de los marinos. El pobre hombre tenía los ojos llenos de lágrimas y una gran cortada en la frente que no dejaba de sangrarle.

—No digáis eso, Amaru. No puedo perdernos, tenemos que llegar con bien y cumplir con la misión de nuestro rey.

—Señor… las olas están creciendo.

—¿No tienes nada más importante que hacer, sabandija ingrata? Anda, vete allá afuera y ve para qué eres útil. A mí déjame solo.

El marino se ajustó su camisa después de lanzarle una seria mirada y salió. Quizá allá afuera alguien menos amargado podría pedirle que ayudara en algo. Pero cuando el joven —de no menos de dieciséis años— vio y sintió en carne propia el terrible golpe del viento y el filoso sabor de la sal, un delgado hilo de orín se escurrió por sus pantalones y terminó ensuciando los tablones de madera. Aquello era una escena apocalíptica, de aquellas tormentas que destruyen reinos y sepultan ciudades.

—Alabado sea Ghirán —con las manos temblando, Amaru se aferró a su escapulario del Gran Santo Rojo. Rezó una plegaria y cerró los ojos, implorándole que trajera de nuevo la paz a las aguas, que les permitiese seguir con vida y que ayudara al capitán Adhi a devolver a la reina y al rey de vuelta a casa. Pero mientras el joven se concentraba en sus plegarias, un ensordecedor grito lo hizo abrir los ojos, justo en el momento en el que el mástil de una de las velas se partía en dos y su punta caía sobre él rebanándole la cabeza.

—¡¿Qué está sucediendo?! —el rey Hiluzan salió de sus aposentos y solo pudo ver la sangre de Amaru escurrir hasta sus botas—. ¡Por el Gran Santo Rojo! ¿Qué es esto?

—¡Regrese a su camarote, Majestad, lo tenemos cubierto!

Pero entonces, un estridente trueno hizo retumbar a todo el océano entero. Un relámpago partió el cielo a la mitad y de la nada, el rugir de una extraña criatura les puso los pelos de punta a toda la tripulación, al capitán y al rey mismo.

La reina salió detrás de su marido, se aferró a su brazo y con una sola mirada le dio a entender lo que podría estar sucediendo. La misma sensación de la historia, el mismo aroma y la misma carga negativa. Arkansa no había presenciado nunca el surgir de un dragón. Las voces le decían que esa cosa había regresado. Pero la pregunta era: ¿quién, quién lo estaba controlando? ¿Qué ser de naturaleza tan oscura lo había invocado y ahora planeaba utilizarlo como un arma?

Las ráfagas de viento se intensificaron, el océano se volvió negro, el cielo se llenó de nubes, y de la nada, una risa sardónica se asomó de aquella oscuridad. Ahora todo comenzaba a tener sentido.

—Hidran —gruñó el rey—, mísero traidor.

Un hombre encapuchado, de túnica negra y dientes aperlados se hizo visible, encaramado sobre uno de los pocos mástiles que todavía permanecían de pie.

—¿Te sorprende verme aquí mientras el oleaje casi se traga a vuestro barco, querido hermano?

—¿Cómo nos has podido hacer esto?

—Soy yo el culpable o lo eres tú, quien pasó por alto todas las señales que tu estimado capitán te había dado. No culpes a otros de tu propia imprudencia. Eso no sería lo correcto de un buen rey.

—¡Detenedlo! ¡Apresadlo, que en cuanto el barco atraque en Hordáz, lo enviaré a la horca!

—No me sorprende, siempre me has querido ejecutar.

Pese a que los marinos se estaban muriendo de miedo, rodearon al extraño hombre de ojos verdes, e incluso amenazaron con arrojarle algunas redes de pesca encima para inmovilizarlo. ¡Qué estúpidos!

—Pedidme clemencia, hermano, entregadme la corona y te juro que no destruiré a quienes amas.

—Has perdido la cabeza. Podrirte en tu veneno, despreciable culebra.

—¿Culebra? —Hidran sonrió y sus ojos verdes destellaron todavía más—. Veamos el poder que tiene esta culebra. ¡Kinabraska, despiértate de tu sueño eterno, emerge de las sombras, aduéñate de los volcanes y destruye a quienes te han lastimado! ¡¡¡Kinabraska, ven a mí!!!

El hombre extendió sus brazos y las corrientes de viento mecieron sus ropajes oscuros, su capucha le cayó hacia atrás y dejó al descubierto su abundante cabello negro. La criatura de los cielos rugió con una mayor fuerza, las nubes se hicieron a un lado y los relámpagos iluminaron el camino para que pudiera descender.

—Imposible… —exclamó la reina— Es Kinabraska.

—¡¿Existe?! —más que una pregunta, el rey había soltado un alarido de terror. Él mismo había escuchado hablar de Kinabraska; sus amigos en las Rumass le habían narrado incontables cuentos y su esposa le había cantado diferentes baladas. Todos ellos, hablando sobre un mitológico dragón de fuego de monumental tamaño, de alas rojas y cuerpo tan oscuro como la noche… o como aquella tormenta. El rey ya no sabía qué pensar.




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