A la mañana siguiente, un suave golpe en la puerta de Ileana la hizo sobresaltarse. Tenía pocas horas de haber regresado, ya se había bañado y ya tenía su vestido puesto, pero sus sentidos seguían estando a la defensiva. Pensó que se trataba de su Corniz que le llevaba el té prometido y un largo discurso sobre sus libertades excesivas, pero cuando una bonita cabellera de esponjosos rizos rojos se asomó, una amplia sonrisa iluminó el rostro de la reina.
—¿Se encuentra ocupada, Majestad? —el hombre le sonrió.
—¡Omalie! —la reina corrió al encuentro de su adorado tío, hermano menor de su madre, y lo envolvió con la más grande ternura.
—¿Cómo amaneció la reina más guapa de todo este jodido reino? —la voz del Duque Omalie era sumamente tierna y parecía que su lengua siempre se le atoraba entre los dientes.
—Deseando asesinar a todos.
—Pero no puedes —el Duque le picó la nariz con un dedo—. Si no, no habría reino qué gobernar. Feliz cumpleaños —y entonces le extendió un poblado ramo de tertulias azules.
—¡Oh! ¡No puedo creerlo, están preciosas!
—Sabía que iban a gustarte. Las corté esta mañana del jardín de la Baronesa Voltroid.
—¿De la Varonesa? Joder, nos enviará a cortar la cabeza —Ileana comenzó a reírse.
—Se lo merecía, el otro día su gato me orinó los zapatos.
—Maldito gato.
—Así es, maldito gato —el Duque juntó las puntas de sus pies, jugando con ellos y debatiéndose si decir sus siguientes palabras, o si permanecer en silencio era una mejor idea—. Lelé…
—¿Qué sucede, Omalie?
—¿Recuerdas lo que se celebrará esta noche?
—Mi cumpleaños.
—Quiero que te pongas bella, más bella que nunca y que le cierres la boca a todas esas personas envidiosas.
—No entiendo por qué tenemos que invitarlos cuando ellos no me toleran… Nos toleran.
—Porque esta noche va a ser muy especial. Hoy vendrá el Barón Vergeles.
—¿De verdad? —los ojos verdes de Lelé destellaron como el diamante.
Por su parte, Omalie se puso rojo. Tenía el rostro repleto de pequeñas pecas que lo hacían verse todavía más adorable.
—Bueno, no vendrá a tomarme de la mano ni mucho menos a plantarme un largo beso a mitad de la velada, pero al menos me acompañará durante toda la noche.
—Debería ser delito que dos enamorados no puedan amarse en público.
—Olvídalo. Si la Gran Capilla y el Obispo se enteran de semejante corrupción de ideales, nos enviarían directo a la guillotina. Para el Santo Rojo eso es… un pecado.
—El hablar mal de las personas también lo es, y a nadie parece importarle.
—Yo estoy bien, y el Barón también, así que no hay nada de qué preocuparnos más que de ti, mi querida Lelé.
—Te quiero, Omalie.
—Y yo te quiero más.
Justo en ese momento, Surcea entró con una gran bandeja de plata y las más finas porcelanas del palacio.
—Disculpadme, no sabía que estaban reunidos.
—Ven aquí Corniz mía, te prometí un té y eso vamos a tomar.
—Yo iré a seguir verificando los preparativos para la velada. Las veo más tarde —Omalie se despidió con una rápida reverencia y después abandonó la alcoba.
Surcea se quitó los guantes, verificó que la puerta estuviera bien cerrada y después se giró hacia su reina.
—¿Cómo te fue anoche?
—¿De verdad deseas detalles, querida Surcea? —Ileana enarcó una ceja, se llevó la taza de té a los labios y solo quedó el impreciso vestigio de una sonrisa pícara.
—Solo necesito saber si no te alcanzó a ver ningún guardia o persona. Lo que tú y el guardia costero estuvieron haciendo toda la noche me tiene sin cuidado.
Ileana volvió a enarcar una ceja.
—¿Al menos estuvo dotado? —agregó la Corniz y la reina terminó riéndose a carcajadas.
—De lo más dotado de lo que te puedas imaginar. Vamos Surcea, quita esa cara de espanto y ve por tu sombrero y tu antifaz.
—¿Todavía tienes intenciones de conocer al brujo?
—Por supuesto que sí. Soy como una cazadora de magia, solo que a diferencia de la Gran Capilla y del Obispo, yo no planeo rostizarlos ni ahorcarlos —la reina se acomodó su antifaz. Esta vez se había puesto uno dorado con pequeñas perlitas negras y plumas blancas.
***
Ambas mujeres caminaron durante un largo rato hasta que por fin pudieron distinguir en la lejanía del campo, las escandalosas banderas rojas con el famoso blasón de Hordáz; un dragón de alas extendidas siendo atravesado por una poderosa espada de hierro. La música también alimentaba el jolgorio de los visitantes, el olor a comida y las innumerables actividades deportivas con las que docenas de hombres se divertían y farfullaban presumiendo sus dotes. Entre todos ellos Lelé pudo reconocer al apuesto guardia costero con el que una noche antes se había acostado, pero como ya era de esperarse, la reina ni siquiera le prestó atención.