Todo había marchado aparentemente bien. Las Condesas y las Baronesas no dejaban de criticar en susurros a la pobre de Lelé, y hasta uno de los Duques se había atrevido a ofrecerle su saco como cubierta para su tan provocativo vestido. En otro tiempo, y si Lelé no hubiese estado tan preocupada, lo habría mandado a ofrecérselo a su santa madre o a metérselo en la parte de su cuerpo que menos recibía luz. Pero en ese momento Lelé no tenía cabeza para nada más que para el Conde.
Un fino sonido de copa la hizo sobresaltarse y prestar atención a lo que sucedía. El Conde Oratzyo se había puesto de pie y con su cuchara de plata golpeaba el borde de su copa para llamar la atención de todos los invitados. Se ajustó las mangas de su casaca y sonrió con aquel encantador gesto de galán.
—Les pido a todos un segundo de su tiempo —sus ojos azules destellaron como estrellas—. Bueno, aprovechándome de la grata humildad de nuestra reina, Ileana Yeliethe Barklay Harolan, quisiera hacer público el anuncio que llevo meses enteros anhelando poder compartir con todos ustedes.
Lelé se tambaleó en la silla.
—Esta noche, me gustaría hacer una propuesta. Majestad, Ileana Yeliethe Barklay Harolan —el Conde rebuscó en el pequeño bolsillo de su traje—, ¿me haría el más grande honor de ser mi…?
Uno de los meseros tropezó y los platos que llevaba en la mano cayeron al suelo y se partieron en pedacitos. Un segundo hombre entró corriendo, y detrás de él lo venía persiguiendo una enorme cantidad de gallinas y gallos que cloqueaban y agitaban sus alas subiéndose en las mesas, en las sillas y hasta en los invitados.
—¡Los zorros se han metido al granero! ¡Socorro! —Surcea entró corriendo, gritando y empujando a los demás meseros que no supieron por dónde les cayó el golpe—. ¡Que alguien haga algo! ¡SOCORROOOOOO!
—¡¿Qué demonios está sucediendo?! —el Conde gritó, pero un plato de patatas le cayó encima.
—¡Hay zorros en el gallinero! ¡SOCORROOOOOO! —Surcea no dejaba de gritar. Su actuación estaba siendo tan sorprendente que pronto todo el comedor se llenó de gritos, llantos y vestidos cubiertos de comida.
Lelé sonrió al ver a su mejor amiga agitando sus brazos en medio del desastre. Deseó poder abrazarla y decirle cuánto la quería, pero sabía que si hacía eso, estaría echando a perder la oportunidad que Surcea le había obsequiado. La reina cogió las puntas de su largo vestido y comenzó a correr. Pasando en medio de los guardias y de las Baronesas que no dejaban de gritar, consiguió salir y sentir el viento helado de la noche. Corrió hasta que se cansó, corrió hasta llegar al lago del palacio, se arrodilló en el pasto húmedo y su suspiro aliviado se condensó en el aire frío.
—¿Es muy tarde para brindarle mi regalo de compromiso?
—¡Aaaaaah! —Lelé se giró, levantó una roca del piso y amenazó a la oscura sombra que se había postrado detrás de ella.
—¡Tranquila, tranquila, soy yo, soy yo! —un hombre levantó ambas manos caminando rápidamente hacia la luz de las farolas para que la reina pudiera reconocerlo.
—¿Señor brujo?
El brujo de la Feria del Viento le sonrió. Debajo de su gran sombrero en punta apenas y conseguía distinguirse el brillo de sus ojos y el de sus aritos.
—No era mi intención asustarla, Majestad.
—Pero, ¿qué está haciendo usted aquí?
—Le he traído un presente —el hombre extendió su mano, y en ella Lelé pudo avistar la presencia de una pequeña cajita de madera—. Felices futuras nupcias.
La mirada de Ileana se tornó sangrienta. le golpeó la mano y la cajita salió volando. El brujo se quedó boquiabierto.
—¿Qué, acaba de hacer? ¡Eso fue una grosería!
—Sabías que el Conde me iba a pedir matrimonio, ¿verdad? Lo sabías porque lo escuchaste en el pueblo y no porque pudieras leerme la mano.
—¡Por supuesto que no! Yo leí su mano y pude ver la fiesta y al Conde rebuscando en su casaca la caja con el anillo.
La rabia de Lelé explotó todavía más mientras le arrojaba piedras.
—¡Vete! No te quiero ver por estos rumbos.
El brujo trató de cubrirse con sus manos y con el sombrero.
—¡Espere! ¿Acaso se ha vuelto loca?
—¿Acaso crees que este es el rostro de alguien que desea casarse?
—Espere un momento, ¿no quiere casarse con el Conde?
—¡Por supuesto que no! ¿Acaso crees que huiría de mi propio palacio y de mi propio cumpleaños solo por una estampida de gallinas poseídas?
—Yo…
De pronto, el sonido de los cascos de los caballos le anunció a Lelé que los guardias no tardarían en buscarla y recorrer todos los jardines del enorme castillo. El miedo apareció en ella como una amenaza olvidada. Miró al brujo que yacía frente a ella y la palidez regresó a su rostro.
—No puedes estar aquí.
—¿Solo porque lo dice la reina? —el brujo enarcó una ceja.
—No, de verdad tienes que esconderte —Ileana lo tomó de la mano y ambos echaron a correr hasta las arboledas solitarias del lago. Lelé sabía que en aquel lugar nadie podría encontrarlos, no sin que los guardias se llevaran un buen pinchazo en las espinas de los rosales.