La Reina de Hordaz

4. Espadas ancestrales y brujas poderosas (Parte 1)

Después de tomar el té y de reírse a carcajadas, mientras ella y Omalie recordaban con rememorada gracia la terrible cena de anoche, Lelé se dispuso a coger su sombrero y su antifaz para dirigirse hacia la Feria del Viento. Debía recuperar su preciado collar, aunque para ello debiera arrancarle las manos al supuesto brujo que se había querido pasar de listo con ella.

Ileana llegó al lugar exacto, miró con recelo la carpa y sin más, simplemente entró. No le importaría que el brujo estuviese atendiendo las peticiones de algún cliente o quizá en otra situación un tanto más escandalosa. Pues lo único que ella deseaba era romperle los huesos de la nariz y arrancarle el collar que antaño había pertenecido a su madre. Pero, oh, sorpresa, la embustera criatura no se hallaba dentro. Lelé soltó una maldición y salió, cruzándose de brazos observó a las personas que pasaban cerca de ella, e incluso su estómago rugió cuando el olor de las salchichas ahumadas impregnó su nariz. Ojalá hubiese desayunado otra cosa aparte del insípido té.

—Le dije que nos volveríamos a ver, respetable onribela.

Sentado sobre una rama colgante, se hallaba el enigmático brujo. Estaba ataviado con unos pantalones negros, un par de botines cortos, un saco gris, una camisa roja y su característico gorro de brujería.

—Tú —la reina lo señaló—, maldito farsante, embustero y pillo, devuélveme lo que me has robado o te aseguro que blandiré mi espada hasta cercenarte la cabeza.

El brujo sonrió.

—¿Ya le he dicho cuánto me encanta su ferocidad?

—Devuélveme mi collar, ahora.

—¿Cuál collar? —de un solo salto, el brujo descendió de la rama y se plantó frente a ella, abriéndose parte de su camisa y descubriéndose el pecho blanco que guardaba la esmeralda Barklay—. ¿Este collar?

—Maldito ladrón —Lelé le mostró sus dientes.

—Vamos Majestad, usted es más lista de lo que aparenta. En el fondo sabe que no lo he robado.

—¿Ah, no? Entonces ¿cómo le llamarías a esto?

—¿Está segura que no lo sabe?

—Déjate de bufonadas o te denunciaré con mis guardias reales y ellos de verdad que te harán ver de cerca tu martirio.

—Si yo tomaba, prestada, su costosa esmeralda, usted vendría por ella y yo tendría un nuevo pretexto para verla.

Lelé se quedó como un trozo de mendrugo.

—¿Qué? Por Ghirán, ¿qué está diciendo?

—Hagamos un trato. Yo le devuelvo la esmeralda si usted acepta dar un paseo alrededor del lago conmigo.

—¿Por qué haría eso?

—¿Quiere de vuelta o no su collar?

—¿Y qué me asegura que no intentarás ahogarme cuando estemos solos?

—¿Yo, ahogarla a usted? Por favor, Majestad, primero me rebanaría el cuello con alguno de todos esos cuchillos que esconde en su cuerpo, antes de que yo pueda tocarla y hacerle daño. Morir joven y guapo no está en mis planes.

Lelé lo escudriñó detenidamente. Una parte de ella desconfiaba, pero el brujo tenía razón; ella no era una reina cualquiera ni mucho menos delicada. Lo destriparía en cuanto él intentase sobrepasarse.

—Primero deme mi esmeralda.

—¿Tengo su palabra de que, una vez que se la haya dado, cumplirá con nuestro trato?

—¿Por quién me toma?

Y sin más, el brujo se arrancó la esmeralda Barklay del cuello y se la entregó a la reina.

—Ahora sí —exclamó Ileana—, ya podemos tener ese paseo, siempre y cuando no se propase acercándose tanto.

—Descuide, no la pienso tocar. No hasta que usted me lo pida.

Ileana puso los ojos en blanco y se agarró a su brazo.

Ella y el brujo comenzaron dando una tranquila caminata alrededor de la orilla del lago. Al principio su silencio era algo que la estaba alterando, pero cuando Lelé se disponía a abrir la boca, se sorprendió de la serenidad que hubo en la voz de aquel hombre cuando dijo:

—Sé que lleva una daga escondida debajo de su falda, y que ciertamente está pensando utilizarla si yo me acerco lo suficiente, pero también quiero que sepa, que no la pienso atacar. Le di mi palabra y la cumpliré en este momento.

Ileana se quedó boquiabierta. Es verdad que debajo de su enorme faldón de sedas verdes llevaba una daga, sujeta a un elástico que rodeaba su muslo derecho.

—Si es verdad que no me ha traído aquí para ahogarme o secuestrarme y pedir millones de renichos por mi rescate, entonces ¿para qué quiere un paseo, señor brujo?

—Priry.

—¿Qué?

—Puede llamarme Priry. Creo que es mucho mejor, a que me siga diciendo señor brujo.

—¿Priry? Es un nombre bastante peculiar. ¿Qué significa?

El brujo esbozó una sonrisa ladina.

—Creo que eso va a ser algo que quizá no le agrade escuchar.

—¿Por qué no?

Priry suspiró, pero esta vez lo hizo con un poco más de amargura.




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