Desgraciadamente la amenaza de Ileana no pudo seguir adelante. Las ruedas de un carruaje oscuro traquetearon sobre el suelo pedregoso del palacio, avanzando a un paso considerable y dejando una vasta cortina de polvo para detenerse justamente frente a ellos. Los soldados se dispusieron a abrir las puertas y de su interior bajó un impresionante hombre, flanqueado por otros dos guardias casi de su mismo grosor y estatura. Aquel soldado era fornido, moreno, de cabello corto, barba rala y de unos ojos tan negros como el carbón. El hombre postró en el suelo sus dos pies cubiertos por unas botas militares. Lucía orgullosamente el uniforme rojo de la Novena Legión y su insignia de la espada y el dragón en el lado derecho de la solapa. No cabía duda, aquel soldado era en realidad el general.
Sintiéndose atemorizado, el sargento que antes había hablado con Lelé, se escabulló sin que nadie pudiera verlo. Quizá pensó que aquello ya no era asunto suyo.
—Majestad Ileana Yeliethe Barklay Harolan —el hombre hizo una reverencia.
—Supongo que usted ha de ser el general.
Por su parte, Omalie estaba que se orinaba de miedo.
—General Básidan Kendrich, para servirle.
—¿No se le hace de tan poca bajeza dejar que sus tropas arriben a un castillo antes de que su superior haya llegado?
El general se quedó severamente sorprendido.
—¿Disculpe?
—Lo que ha escuchado, general Kendrich. No sé con quién está acostumbrado a tratar, pero ha de saber que si piensa permanecer, usted y su tropa, en mis terrenos, deberá acostumbrarse a mi justa manera de actuar, de obrar y de ser.
—Entiendo y pido una disculpa si la he ofendido.
—Comience por pedir disculpas a sus soldados. Ahora bien, el sargento segundo me ha mencionado que usted necesita entregarme una valiosa información.
—Es totalmente cierto. ¿Le parece si tratamos este tema en su cámara de reuniones?
—Adelante, general.
Una vez dentro de la cámara, se solicitó la presencia de todo el triunvirato de la reina; el cual involucraba la presencia del Duque Omalie, el ministro Skinely Nassarhy y el general del ejército real, Francesco Gandola, el ejército activo en el reino y que no formaban parte de la Novena Legión.
En cuanto el Duque Omalie cerró la puerta, el ministro Nassarhy se inclinó sobre su silla y exclamó:
—Ya estamos todos juntos, general Kendrich, ¿qué es eso tan importante de lo que desea hablarnos?
El general levantó su mirada y esperó a que dos de sus hombres colocaran el enorme mapa de Hordáz sobre la pared. Lelé los observó, estos estaban cubiertos de diminutos orificios en los lugares donde antiguos líderes habían planificado sus batallas militares.
—Durante años Hordáz ha liderado una guerra silenciosa, una guerra que cualquiera podría decir que jamás ha existido, pero lo cierto, y todos aquí presentes sabemos que siempre ha sido así —el general señaló un punto en el mapa—. En este lado tenemos lo que actualmente se conoce como Hordáz del Norte, y aquí abajo tenemos Hordáz del Sur. ¿Qué pasa con estos dos territorios? ¿De qué es la guerra que nos encontramos liderando? ¿Alguien sabe la respuesta?
—Religiosa —respondió Ileana, sin titubeos.
—Exactamente, Majestad.
—La Novena Legión se ha presentado hoy ante su más grande símbolo de poder y liderazgo con la única intención de dividir ambos extremos.
—Eso es una locura —rugió el ministro Nassarhy—. Hordáz del Norte y Hordáz del sur durante años han sido un imperio unificado, sin fronteras ni banderas, ¿por qué querríamos separarnos justamente ahora? Majestad, usted no lo permitiría. Usted es la reina absoluta.
Pero una parte de Lelé sabía que eso no era tan cierto como el ministro lo estaba expresando. No tendría otra salida más que hurgar en los propósitos del general Kendrich para saber por qué quería una Hordáz dividida.
—¿Cuál es el motivo para que el Norte y el Sur se dividan, general?
—Que la vida de usted y la de todas las personas estarían a punto de caer en un grave peligro.
Los murmullos estallaron, pero Kendrich no se detendría hasta que le creyeran. Manteniendo su porte rígido, levantó su mano derecha y en seguida uno de sus soldados se acercó a él, desplegando un enorme pergamino que dejó a todos los presentes más sorprendidos que al principio.
—¿Alguien de ustedes sabe que es eso?
—No puede ser —Omalie se llevó las manos a la boca—. Es la Espada Carver.
Efectivamente, aquello era el dibujo con carboncillo de la ancestral espada.
—¿La Espada Carver? —Ileana miró a su tío—. ¿No se supone que solo era un mito?
—Eso se pensaba. ¿Qué sucede con esa espada, general?
—La hemos encontrado —los murmullos volvieron a levantarse—. Al noreste del Mar Káltico nuestros marinos lograron hallarla, enterrada y sepultada en lo más profundo del suelo marino. Y si nadie nos tiende una emboscada, el resto de soldados de la Novena Legión estarán arribando con ella mañana al atardecer.