Al término de su ducha Ileana pensaba salir una vez más al jardín, quizá para ese momento las tropas que practicaban esgrima ya estarían descansando, o bien podrían estarse ocupando de las faenas rutinarias que su general les encomendaba. Lo cierto es que la sonrisa volvió a la reina cuando se encontró a Priry esperando por ella al final de las escaleras.
—Pensé que los baños de burbujas duraban más tiempo.
Lelé reparó en el aspecto tan desaliñado, cansado y sucio que ahora lo cubría. Quizá al final de cuentas el brujo se había esforzado para podar los árboles y plantar algunas flores.
—Para las reinas normales, pero yo no soy ese tipo de reinas. ¿Qué ha pasado contigo? ¿Al final mi querida Corniz te ha obligado a plantar sus orquídeas en el borde de los rosales?
—No, pero si me negaba a hacerlo, quizá mi alta farsa como jardinero terminaría tirándose por la borda.
—Necesitas un baño, Priry.
—Descubrí que mi habitación tiene una bañera muy grande. Espero no ahogarme dentro de ella o con el trozo de jabón que huele a garapiñados.
Y de la nada, Ileana soltó una fuerte carcajada que reverberó por todo el palacio y sus corredores. Lelé estaba contenta, sus ojos brillaban con una fuerza sobrehumana y poderosa. Lástima que aquella felicidad resultaría ser efímera.
—Ileana Barklay —una voz gruesa resonó detrás de ella y consiguió ponerle los cabellos de punta. El Conde Houlder venía caminando hacia ella; enfundado en uno de sus trajes negros y zapateando con sus suelas de gamuza cara que seguramente valdrían mucho más que las pequeñas sandalias que Lelé tenía puestas. Estaba que lanzaba fuego por las narices y la boca.
—Sir. Conde Oratzyo —Lelé tragó grueso.
El Conde llegó hasta ella, se reacomodó el cuello de la casaca y le lanzó una endemoniada mirada al brujo. Lelé intuyó lo que significaba aquel gesto.
—Sir. Conde, le presento al señor…
—El jardinero —escupió, mirando a Priry de los pies a la cabeza como si se tratase de un insignificante insecto—. Ya he escuchado rumores sobre él. ¿Podrías dejarnos solos? Necesito tener una larga conversación con la reina.
Priry e Ileana se miraron, pero antes de irse, Priry pasó sus dedos sobre los dedos fríos de la reina. Aquel gesto consiguió apaciguar la ira y el temor de Ileana.
—Buenos días para usted también, Conde Oratzyo Houl…
—¡¿En qué demonios estabas pensando al huir?!
Aquella reacción tomó a Lelé por sorpresa.
—¿Disculpe?
—Me abandonaste en ese maldito comedor.
—Abandoné a todos mis invitados, Sir. Conde. No pensará que me quedaría para controlar una estampida de gallinas locas, ¿verdad? Eso no sería lo adecuado de una reina.
—Arruinaste el momento.
—No había ningún momento, Conde Houlder. Así que si me disculpa… —pero antes de que Lelé pudiera dar un solo paso, la mano de Oratzyo se aferró a su brazo y la hizo detenerse. A Ileana se le quemó la garganta, la furia la estaba cegando y amenazaba con hacerla estallar. ¿Qué pasaría si ella decidía liberar su daga y rebanarle aquellos dedos tan elegantes?—. Suéltame Oratzyo, ahora —habló con voz gélida.
El Conde sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal, liberó a la reina y se reacomodó el cabello. Los anillos de su mano centellaron a la luz del día.
—La espero esta noche en el kiosco del jardín. A las ocho. Y esta vez no lo eche a perder, reina Barklay.
Lelé estaba a punto de protestar y mandarlo a recoger higos, cuando la presencia del general Kendrich la hizo apartarse de ese asunto.
—Majestad —Básidan se inclinó con firmeza—. ¿Me permite unos segundos de su tiempo?
El Conde sonrió, y después de hacer su respectiva reverencia, se marchó.
—Dígame, general, ¿en qué puedo servirle?
—Majestad, han enviado a un mensajero para contactarme. La carta dice que la espada arribará al castillo en una hora aproximadamente.
—¿No se le hace peligroso andar enviando ese tipo de cartas?
—No se preocupe. Están camufladas con una escritura que solo los más grandes personajes de élite conocemos. No hay peligro de ninguna índole.
Lelé levantó su mirada hacia él. A plena luz del día, los ojos del general lucían más marrones que negros. Era alto, muy alto, de hombros gruesos, piel caramelo y una mandíbula tan fuerte que seguramente podría triturar sin problemas la cascara de una sandía. Lelé no estaba acostumbrada a tener ese tipo de hombres en el palacio, pues casi siempre el hombre promedio de Hordáz solía ser delgado y bajito, no tan bajitos que ella, pero al menos mostraban una estatura no tan amedrentadora. Quizá por eso se sentía cómoda y despreocupada teniendo al brujo cerca, y es que Priry medía exactamente lo mismo que ella.
—Supongo que sus hombres ya terminaron de hacer la bóveda en el Pasillo secreto de los Kerdos.
—Ya está todo listo, Majestad.
—¿Y en qué necesita mi ayuda?