Los guardias se movilizaron perfectamente estructurados. Había guardias que empuñaban sus enormes rifles, sus mosquetones, sus hachas y ballestas. Una campana sonó, y del interior de un carruaje totalmente blindado y flanqueado por diferentes soldados de la Novena Legión, bajó un soldado cargando entre sus brazos una larga caja de acero y envuelta por cadenas.
El general Kendrich movilizó a sus tropas, y de un momento a otro, los soldados se dispusieron a escoltarlo. Un desfile masivo atravesó los jardines y entró al palacio. Surcea intentó estirar su largo cuello para ver al general que ahora comenzaba a formar parte de sus sueños y fantasías, pero por más que se estiró y se puso de puntitas, no consiguió ver más allá del mar rojo: un truco visual que provocaban los uniformes rojos de los soldados.
Lelé y Omalie estaban al frente, cerca del general Gandola y el ministro Nassarhy.
Cuando por fin el soldado que llevaba entre las manos la caja, consiguió llegar al Pasillo de los Kerdos, Ileana observó todo el proceso en silencio. Vio a los soldados quitando los candados y las cadenas de la caja, e inclinándose respetuosamente cuando su general cogió la espada entre sus manos. Aquella arma ancestral era realmente sorprendente. Su empuñadura estaba cubierta por una fina piel del color del oro. En la parte de la guarda se desplegaban dos hermosas alas de obsidiana que simbolizaban las alas de un dragón. Su hoja era de un acero resistente, quizá irrompible, con ornamentaciones en diamante y trazados de plata. Las viejas leyendas incluso cuentan que la espada está fabricada con huesos, sangre, dientes, lágrimas y piel, todos ellos de verdaderos humanos.
Un inesperado escalofrío recorrió el cuerpo de Lelé, pero sin romper su posición de firmes, la reina se las arregló para que nadie notase su incomodidad.
El general Básidan Kendrich aseguró la espada y después cerró las puertas de la bóveda con una contraseña que nadie más que él y la reina conocerían. Cuando todo terminó, Lelé subió corriendo las escaleras, no quería esperar a Omalie, pues era él, aparte de la reina, el único que sabía cómo cerrar aquel pasillo secreto.
Ileana salió al jardín, respiró muchas veces y entonces notó que aquel extraño escalofrío en su interior crecía hasta convertirse en un coro de exhalaciones desesperadas que parecían golpearla. Al principio pensó que se trataba de un horrible ataque de pánico, pero más tarde entendió que la sensación se multiplicaba por mil.
El relincho de un caballo la atrajo de vuelta a la realidad. Ya todos los soldados estaban saliendo y contentos se dedicaban a sus faenas, cuando vio el caballo de Priry cruzar la distancia que los separaba y colocar al brujo en el suelo.
Nunca se había alegrado tanto de verlo.
—¿Estás bien? Estás muy pálida.
Lelé asintió.
—Las reuniones con la Novena Legión me ponen un poco de malas.
—¿Ha pasado algo malo?
—En absoluto. ¿Conseguiste traer mi gabardina?
—Aquí tienes —Priry le entregó el paquete, y cuando vio a Ileana volver a sonreír, no pudo soltar una ardua carcajada que llamó la atención de la reina.
—¿Qué te hace tanta gracia? —ella enarcó una ceja.
—Que no soporto verte seria. Me gusta cuando sonríes.
Lelé no pudo evitar que sus mejillas no se ruborizaran.
—Anda ya, ve a guardar ese caballo y espérame aquí. Quisiera hablar de algo contigo.
—¿Acaso corté mal los arbustos?
Ileana se comenzó a reír.
—No es eso de lo que quiero hablar, pero igual te resultará interesante.
El brujo la obedeció. Caminó hacia el establo y dejó al hermoso capón en uno de los abrevaderos. Para cuando él regresó a las escaleras del castillo, Ileana lo estaba esperando. La reina se había puesto un hermoso vestido largo color vino, de mangas largas y de un escote particularmente llamativo, aunque comparado con sus demás vestidos ciertamente ofensivos para la sociedad, este estaba perfecto para no pasar frío.
—¿Qué es eso tan importante de lo que quieres hablar? —el brujo le ofreció su brazo y ella lo recibió con gusto, apoyándose en él mientras caminaban alrededor de las farolas, que hasta ese momento seguían apagadas.
—El otro día me dijiste que has escuchado la historia de la espada Carver pero no la del dragón de fuego.
—Así es.
—¿Qué sabes respecto a la espada?
—Mmmm, según las historias que se contaban en Circe, la espada fue hecha por los mismos habitantes; fue esculpida y detallada a mano y después conjurada para que adquiriera su alto poder. Se dice que los cinco brujos que participaron en su fabricación murieron al conjurarla.
—¿Quién te contaba esas historias?
—Mi… madre.
—Qué bueno que tú aun tuviste una voz afable que te contara historias.
—Lelé… —Priry se mordió la lengua, pero era tanta su curiosidad que no pudo reprimir su pregunta—. ¿Cómo murieron tus padres?
La reina suspiró.
—Habían ido al país de Jolwall en busca de nuevos cargamentos de telas, pero una tormenta los sorprendió en el mar Feral cuando regresaban. Se piensa que esa tormenta fue generada por el batir de las alas de Kinabraska cuando el hechicero lo liberó de su sueño.