El Conde la estaba esperando en el salón de visitas, frente a una chimenea encendida y que irradiaba el suficiente calor como para no utilizar los pesados abrigos. Al fondo, uno de los enormes ventanales mostraba las gotas de lluvia escurrir y a los relámpagos caer. Lelé seguía sin presentarse, y entre más avanzaban los minutos, Oratzyo no dejaba de tensarse y consultar su lujoso reloj de bolsillo.
—Yo pensé que la tormenta me impediría verlo esta noche, Sir. Conde.
La expresión del hombre era afilada, pero cuando se dio la vuelta, todo sentimiento de furia se borró de su rostro. Lelé estaba frente a él y era el retrato viviente de la lujuria encarnada: sus ojos verdes brillaban gracias a las velas de los candelabros, su piel blanca y sin mácula, su cabello marrón y largo, tan largo que le llegaba a la cintura. Tenía puesto un corsé de pedrería que poco le faltaba para mostrar la areola de sus senos desnudos, y una falda que se abría en las dos piernas y solo le cubría la parte del pubis. Lelé tenía una figura espectacular, la figura que combinaba perfectamente la belleza de una reina y los músculos de una guerrera. Tenía volumen en los sitios adecuados y un brillo en la piel que casi imitaba a las sílfides de los bosques.
El Conde se quedó impávido, sus ojos estaban tan abiertos que por poco se le salían de las cuencas. Había devuelto su reloj al bolsillo de su pantalón y ahora seguía la silueta de Lelé mientras esta caminaba alrededor de la habitación casi oscura. Él no lo sabía, pero el plan de Ileana era meterle miedo. Es bien reconocido que en Hordáz los hombres, al menos los hombres que se consideraban buenos, veneraran la castidad y consideraran la lujuria visual como una tentación del demonio. Lelé rogaba porque el Conde fuese uno de esos hombres.
Al ver que Oratzyo no pensaba decir nada, Ileana exclamó:
—¿Está bien, Sir. Conde? Lo noto un poco pálido.
El Conde se jaló el cuello de su camisa.
—Estoy ciertamente sorprendido.
—¿Ah, sí? ¿Podría decirme a qué se debe su sorpresa?
—Siempre la he visto lucir escotes tan escandalosos y vulgares, pero siento que esto excede incluso a sus propios límites.
Lelé deseó poder abofetearlo, pero en su lugar, soltó una hermosa sonrisa apenada.
—¿De verdad? Me dijeron que usted estaba aquí, y no sé, deseaba que esta noche fuese única e inolvidable.
—Y vaya que lo será, sobre todo escandalosa —Oratzyo se altivó con un profundo suspiro de indignación.
—Ofrezco disculpas —Lelé caminó hasta él. No llevaba zapatos, por lo que sus pasos fueron tan silenciosos como el andar de las gacelas—. Señor Conde…
—Por Ghirán, reina Ileana, ¿qué está haciendo?
—Demostrando lo excelente esposa que puedo llegar a ser. No creo que a estas alturas usted no sepa lo que se rumora en Hordáz.
—Y según usted… —al Conde lo recorrió un escalofrío cuando Lelé apoyó las palmas de sus manos sobre su pecho—, ¿qué es lo que se rumora?
—Sobre mi extremado libertinaje. Es bien sabido por todos, y en especial por muchos hombres, que mi pasatiempo favorito es permanecer envuelta por las sábanas de mi cama mientras un hombre esté a mi lado. Si de verdad vamos a sellar nuestro vínculo con un anillo de matrimonio… yo preferiría empezar desde ahora.
Lelé abrió la boca, le mostró su lengua y comenzó a chuparse los dedos. Algo que por supuesto colmó la paciencia del Conde.
—¡Déjate de estúpidos juegos, Ileana!
La reina hizo su mayor esfuerzo para no mostrar sorpresa.
—Este estúpido plan no te va a funcionar, porque no me importa lo que hagas, seguiré adelante con la petición de matrimonio.
—No quiero ser tu esposa, Oratzyo —le soltó—. No sé en qué idioma te lo tengo que decir, pero me negaré a cualquier propuesta nupcial que me hagas. Y si valoras tu reputación de galán empedernido, tendrás cuidado a realizarla en un lugar público y con personas que se puedan burlar de ti.
—Querida Lelé, estás muy equivocada. ¿De verdad crees que encontrarás algún otro partido tan interesante como yo?
—No lo sé, aún tengo cinco años para decidirlo.
—¿Y cuánto crees que va a durar tu belleza? Tú misma lo has dicho, la gente rumora, y para Hordáz no eres más que una prostituta regalada. Ningún hombre te tomará en serio, mucho menos cuando envejezcas y tu rostro se llene de arrugas.
—¡Basta! ¡Soy la reina y a ti se te está olvidando tu lugar!
—Mi lugar está a tu lado, y el tuyo en el mío. Recuerda que si no has contraído matrimonio antes de que cumplas los treinta años, serás exiliada y el Duque de Ozpos subirá al trono sin que tú ni nadie pueda evitarlo.
—No me amenaces, porque sé perfectamente lo que pasará, y para tu información, prefiero vivir con el peso del exilio a ser tu prisionera de por vida.
—Lelé —el Conde sonrió—, tú estás dispuesta a vivir con el exilio de tu propia tierra, pero, ¿te has preguntado qué será de tu amado tío?
—A él no lo pueden exiliar.
—Desde luego que no, pero sí lo pueden investigar. ¿Crees que lo verán con buenos ojos cuando todos se enteren de la relación secreta que el Duque tiene con el Barón Brandon Vergeles?