Surcea se hallaba desenredándole el cabello a Lelé. Habían pasado tres días desde que Ileana se había comprometido oficialmente con el Conde Houlder, y desde entonces había preferido quedarse encerrada en su habitación. Había perdido las ganas de todo: de bañarse, de comer, de dormir, de ver a los soldados de la Novena Legión entrenar en los campos, de hablar con el General Básidan, y sobre todo, de ver a Priry.
—Ya estás. Has quedado hermosa, aunque… —Surcea retrocedió, admirando su bella creación. Le había hecho un peinado de trenzas cruzadas que había sujetado en un elegante moño con la ayuda de un par de horquillas y pinzas de cristales— te verías todavía más hermosa si intentases sonreír.
—No te preocupes, ya sonreiré cuando esté caminando en el pasillo de la Gran Capilla hacia mi futuro esposo —Ileana escupió con amargura.
—Aun no me has dicho qué te dijo el Conde para que aceptaras ser su esposa.
—¿Importa?
—Lelé, tú nunca hubieras accedido a casarte con él, y esa noche no estabas precisamente dispuesta a aceptarlo. Ni siquiera llevas el anillo puesto. Está claro que algo tuvo que decirte para que aceptaras.
—¡Quién te entiende! —Ileana se levantó, estaba molesta—. Primero me aconsejas que acepte su propuesta de matrimonio por el bien mío y por el de Hordáz, y ahora que la he aceptado me haces este tipo de cuestionamientos. Ya la acepté y me voy a casar en un par de semanas con él. Deberías estar contenta y tener la boca cerrada.
Surcea agachó la cabeza.
—Yo tuve la culpa de que entrara. Él llegó esa noche, me ordenó que llamara al Duque, y en lugar de negarme, le obedecí. Pude haberle dicho que no estaba, que se encontraba indispuesto para recibir visitantes, o cualquier otra cosa. Tú nunca has sido sumisa, y el que hayas aceptado… me da miedo.
Ileana suspiró.
—Perdóname Surcea, no era mi intención tratarte así.
—¿Qué te dijo?
—No me dijo nada más que la verdad. Para Hordáz soy una ramera, una mujer libertina que se acuesta con el primer hombre que le parece atractivo. Y bueno, para un reino en el que la pureza rige sobre las personas, es casi imposible que encuentre otra propuesta si el Conde decide arrepentirse.
—Entonces… ¿no le amas?
—Por supuesto que no. Nunca lo amaría —Ileana se acercó a su ventana, abrió las cortinas y el fresco viento de la mañana la golpeó en el rostro. Pese al enorme ajetreo de soldados caminando de un lado a otro, los jardines del palacio estaban perfectamente taciturnos—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Adelante, Majestad.
—¿El… jardinero sigue haciendo sus deberes?
—Espantosos como siempre. Ayer le ordené plantar un par de orquídeas cerca de las fuentes y el idiota perforó las tuberías.
Lelé sonrió.
—No entiendo por qué lo contrataste. Es más fácil que uno de los soldados pueda hacer su trabajo mejor que él. O incluso el general Básidan, con esos brazos musculosos, esas manos fuertes, sus dedos anchos…
—¡Surcea! —Lelé soltó una fuerte carcajada— ¿Acaso es lo que creo?
—¿A qué te refieres? —las mejillas de la Corniz se pusieron rojas.
—Querida Surcea, ¿te atrae el general Básidan?
—¡¿A mí?! ¡Por Ghirán, Lelé! ¿Qué estás diciendo?
—A mí no me engañas, mejor amiga. Dime, ¿qué es lo que te atrae?
—Basta, Lelé, no caeré en tus incitaciones.
—¿Por qué no bajamos a verlo?
—¿A verlo?
—Vamos, seguramente está entrenando con su horda de soldados. Querías que saliera de mi habitación, ¿no? Pues entonces saldré; es hora de visitar a la Novena Legión.
Ambas mujeres atravesaron todos los jardines, y mientras lo hacían, Lelé trataba de desviar su mirada hacia los árboles y senderos, buscando y tratando de encontrarse con aquellos ojos tan oscuros como la noche. Pero por más que se esforzó, no consiguió ver al brujo.
—¿Te pasa algo? —Surcea la sujetó del brazo.
—Nada. Es solo que… estoy viendo cómo han quedado mis arbustos.
—Espantosos diría yo.
El general Básidan y el resto de soldados se hallaban cerca del lago, habían hecho una pequeña hoguera en la que algunos cocineros calentaban estofados y un par de salchichas mientras el resto se atareaban con la esgrima o el mantenimiento de las armas y las espadas.
—Buenos días —Ileana los saludó. Su tono no fue el de una reina, sino el de una general saludando a su batallón.
—¡Majestad! —de pronto, un soldado de nombre Eghor y todos los presentes, agacharon la cabeza y se arrodillaron ante su soberana.
—Poneros de pie, muchachos, que solo he venido a saludar —y de inmediato la obedecieron—. ¿Se encuentra de casualidad el general Básidan con ustedes, o tendré que perseguirlo como a mis gallinas?
Los soldados comenzaron a reírse.
Una de las carpas se abrió, y de su interior apareció el general.