La Reina de Hordaz

8. Los prados del misterio (parte 1)

Una melodía tranquila sonaba y se extendía por todo el alto silencio de la Gran Capilla. Las paredes estaban llenas de lienzos sobre los diferentes santos que eran venerados en Hordáz. Había candelabros elegantes, adornos que parecían estar hechos de oro, cortinas rojas, vitrinas, y al centro, detrás de la mesa en donde día tras día el Obispo se sentaba a dar las misas religiosas, se hallaba la enorme escultura del Gran Santo Rojo.

Unos profundos pasos se abrieron camino entre las largas bancas de madera hasta llegar a una en específico. El hombre de túnica roja se sentó, siempre manteniendo el cuidado de no arrugar su elegante sotana, se frotó la nariz y, mientras miraba con devoción la imagen de Ghirán, esbozó una sonrisa.

—Nunca imaginé verle aquí —apartó su mirada del Santo y se giró hacia el hombre de vestimenta oscura que yacía a su lado.

—La milicia no es tan fuerte como para arrancarme mis creencias, Sir. Obispo. Eso depende de cada uno —el hombre sonrió y le mostró el rosario de plata que había enredado en una de sus manos.

—Le soy sincero, general Básidan, creí que usted sería la última persona que vería aquí.

—¿Por qué? ¿Solo porque trabajo para la reina?

—Una hereje sin remedio —bufó el Obispo.

—La reina es un tanto… especial. Le aseguro que es una fiel creyente, pero lo único malo es que, no tolera que la desafíen.

—Lo que es peor, una hereje y aparte una bomba de mecha corta.

Básidan sonrió, pues coincidió en que aquellas palabras describían perfectamente a Lelé. «Hermosa, pero letalmente peligrosa».

—Espero que Su Majestad cumpla lo acordado —el Obispo volvió a hablar.

—¿Sobre…?

—Regresar a los soldados que se llevó.

—Eso téngalo por seguro.

Básidan hizo el símbolo de la cruz sobre su frente y después besó sus propios dedos, se arrodilló en el suelo e inclinó levemente la cabeza hacia abajo. No le agradaba que el Obispo estuviera ahí, tan cerca de él, e incluso se atrevería a decir que le sorprendió en gran medida que tan siquiera se acercara para hablar con él. Acaso sospechaba algo sobre su plan, sobre la misión que le habían encomendado en secreto, o era simple interés de saber si Ileana le regresaría a sus soldados.

Lo que fuese, tenía que salir de ahí y regresar cuando el Obispo no representara una amenaza.

—Rece general —la voz del pontífice pregonó en el eco de la Capilla—. Que nuestro señor Ghirán llene de paz y entendimiento todos esos corazones que parecen haberlo abandonado.

—Que así sea —Básidan lo persiguió con la mirada mientras este se alejaba. Lo vio persignarse frente a uno de los cuadros y después abrir las dos hojas de madera que daban entrada a la notaría de la Capilla.




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