La Reina de Hordaz

8. Los prados del misterio (parte 2)

Tenía exactamente cinco días en los que el Conde Oratzyo no se había aparecido por el palacio, quizá porque su futuro como nuevo rey ya había sido asegurado, o quizá porque estaba tan feliz organizando y planificando cada detalle de la futura boda real. El punto es que no andaba penando en el castillo, y Lelé lo agradecía. O eso se había pensado, porque una mañana, de buenas a primeras, el Conde llegó.

Priry había pulido una enorme manzana con la punta de su camisa. Estaba concentrado admirando su precioso color rojo cuando Surcea apareció detrás de él.

—Jardinero —habló la Corniz y el brujo la fulminó con la mirada—. Una de las florerías del pueblo ha traído un par de buganvilias, y quiero que las plantes en el jardín.

—¿Algo más? —Priry enarcó una ceja.

—Asegúrate de no romper más tuberías, o esta vez se repararán con una parte de tu sueldo.

«Como si me pagaran tanto».

—No se preocupe, señorita Surcea, lo tendré.

De pronto, la afinada voz del Conde Houlder hizo que la pobre Surcea comenzara a temblar. La muchacha tragó grueso, trató de componerse el peinado y se dio la vuelta intentando parecer lo más amable posible.

—Sir. Conde —le fingió una sonrisa—, qué grata sorpresa tenerlo por aquí.

—Sí, sí, eso imaginé —el Conde hizo un ademán desdeñoso—. He venido a ver a Ilea… mi prometida —y entonces, una lobuna sonrisa afloró entre sus labios cuando sus ojos recayeron en la presencia del brujo.

—Bueno, yo comenzaré a plantar esas buganvilias que han enviado —Priry se puso de pie, se sacudió los pantalones y guardó su bella manzana dentro de su morral de jardinería. Quizá en otro momento la envenenaba y se la daba de comer al Conde.

—Y yo iré a notificar a la reina que usted está aquí.

—Alto ahí, los dos —el Conde no dejó de sonreír—. Querida Surcea, necesito hablar un momento contigo antes de que Lelé esté aquí. Tú, jardinero, puedes ir a notificarle a la reina que su prometido y futuro esposo ha llegado.

—¿Me ha visto cara de recadero?

Surcea palideció y el Conde gruñó.

—Te he dado una orden.

La mirada de Priry viajó a la de Surcea. Y con un leve susurro de súplica, la Corniz se llevó las manos al pecho.

—Enseguida.

El brujo avanzó hacia el castillo, subió las escaleras y saludó a algunos empleados que rondaban los pasillos. Llevaba poco tiempo trabajando para la reina, pero ya para ese momento, se había ganado el cariño y la atención de todo el personal.

Por su parte, Ileana se hallaba frente al espejo, mirándose y tratando de obtener preguntas que no hacían más que atormentarla. Desde hace algunos días se sentía enferma y demacrada. La fuerza que a veces palpitaba en su interior ahora parecía querer ahogarla. Despertaba en medio de pesadillas, no dejaba de sudar y a veces sentía perderse. Algo malo estaba pasando con Lelé, y ella más que nadie deseaba averiguar qué sucedía.

Aquella mañana nada había sido diferente, después de tomar un baño rápido y de que Surcea la volviese a peinar con las trenzas cruzadas, Lelé se había resbalado y no dejaba de dolerle la cabeza. Comenzó a asustarse, se puso de pie y abrió de golpe la puerta dispuesta a buscar la ayuda de su querido Omalie. Sin embargo, lo que encontró al otro lado de esta, iba en contra de lo que ella había imaginado.

Priry estaba de pie frente a ella, tenía la mano levantada y parecía ser que estaba a punto de llamar.

—Eh…

—Priry, ¿qué haces aquí?

—Ah… yo, ah, me han enviado a buscarte. El Conde… —un amargo sabor le recorrió la lengua— tu prometido está allá abajo, esperándote.

Ileana quiso enfadarse, cerrarle la puerta en la cara y prohibirle que volviese a repetir aquella palabra. Pero en lugar de eso, solo pudo decir:

—Dile que en un segundo salgo.

—¿Dile? —el brujo frunció el ceño—. Se supone que soy el jardinero, más no el recadero.

—Antes de que comenzaras a trabajar para mí, recuerdo que me dijiste que podías hacer casi cualquier cosa. Supongo que eso también incluía ser un recadero.

El brujo le gruñó.

—¿Algo más, Majestad?

—Por el momento es todo, puedes retirarte —y antes de que Priry pudiera darse la vuelta, Ileana le cerró la puerta en las narices.

Cuando Priry regresó a donde la Corniz y el Conde lo esperaban con la respuesta, los ojos de Surcea se iluminaron agradecidos. El Conde la estaba interrogando sobre los colores y sabores que a Lelé le gustaban, sobre sus baladas favoritas, sobre las joyas que se pondría en la boda y por si fuera poco, le preguntó qué talla de corona usaba el rey anterior. «Me gustaría mandarla a recortar con tiempo», había dicho el Conde, confiando en que, si a Omalie pudo quedarle, a él posiblemente también.

—¿Qué ha dicho?

—Que bajará en seguida. Ahora, si me disculpan, mi deber está con los setos y los arbustos.

—No tan rápido, jardinero. Necesito hacerte un par de preguntas a ti también.




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