—¡Nada de esto me estaría sucediendo si decidiera largarme a una isla desierta! —Ileana extendió sus brazos y comenzó a quitarse las horquillas de su peinado. Necesitaba respirar, sentirse libre y olvidarse de la insinuación de Oratzyo acerca de concebir herederos.
—Grita más fuerte, las estrellas de allá arriba casi no te escucharon.
Lelé dio un brinco hacia atrás, se palpó desesperadamente sus piernas por encima del vestido y un terrible miedo la recorrió al entender que no llevaba su daga con ella. Cogió una prominente piedra del suelo y se puso en guardia, sin embargo, todos aquellos pensamientos homicidas se perdieron en la nada cuando distinguió la figura oscura de Priry encaramada sobre uno de los árboles. Y para colmo, estaba utilizando otra vez su distintivo sombrero puntiagudo de brujo.
—¿Qué estás haciendo allá arriba? Te dije que tuvieras cuidado. No puedes andar paseándote por el palacio como si nada. Podrían descubrirte.
—¡Como si eso me importara! —y a esta última frase, Lelé reparó en algo que no había visto antes. Priry parecía estar… ¿triste? Tenía los brazos cruzados, su cuerpo acostado sobre una de las ramas y sus ojos clavados en la superficie blanca de la luna.
—¿Estás… bien? —no sabía qué otra cosa preguntar.
—¿También importa?
—¿Podrías dejar de comportarte como un grosero?
—¿Y tú podrías dejar de comportarte como si fueras una asesina? —sus palabras la golpearon. Es verdad, Lelé no era una asesina, hasta cierto punto no lo era.
—Esto no me puede estar pasando —Ileana se frotó las sienes—. Priry, baja de ahí ahora mismo o me buscarás serios problemas.
—Problemas —él se burló con sorna —¿Sabes qué es lo que debería hacer para ahorrarte, ahorrarnos, esos famosos problemas, Majestad? Gritar lo que soy. Gritar que la magia transita por mis venas para que de una buena vez me echen de este lugar, o… —sus ojos brillaron con malicia—me coloquen en una de esas picotas antes de prenderme lumbre. Cualquier cosa sería mejor a saber que planeas casart… —enmudeció de repente.
—No lo harías. Sabes el destino tan trágico que te esperaría si alguien se llega a enterar de que eres un brujo —Lelé lo amenazó con su dedo.
—¡Hordáz, tu reina ha metido a un brujo al castillo!
—¡Cállate, Priry!
—¡Ha cometido pecado, ha ingresado a un demonio!
—¡Priry! —y de un solo golpe, Lelé le arrojó la piedra de sus manos y el hombre cayó al suelo con un sonido seco—. No puede ser, creo que lo maté. Priry, ¿estás bien?
—¡¿Qué te pasa, Ileana?!
—¿Que qué me pasa? ¡Estabas gritando y…! ¿Qué demonios te ha puesto así?
—¿Ya te viste? —el brujo señaló el vestido tan recatado que tenía puesto y comenzó a reírse—. No pareces tú.
—¿Disculpa?
—He dicho que no pareces tú.
—¿De verdad? Hace unos días me dijiste que tú y yo no nos conocemos realmente, entonces ¿por qué te atreves a decir que esta no parezco yo?
Priry la miró con desprecio.
—Hace unos días me dijiste que no deseabas casarte con el Conde, y mírate ahora, luciendo con orgullo un diamante en tu dedo.
Por inercia, Lelé se cubrió la sortija de compromiso.
—En ese caso, es verdad. No nos conocemos.
—¡Joder, Ileana, por supuesto que no nos conocemos!
Lelé abrió los ojos sorprendida, pero a la misma vez, aliviada. La noche se le había cargado sobre los hombros y le había causado una fuerte jaqueca, pero discutir con Priry, por algún extraño y retorcido motivo, siempre la llegaba a poner de buenas.
—Has enloquecido, brujo.
—¿Tú crees?
Y entonces la reina comenzó a reírse.
—Puedo asegurarlo.
Priry sonrió junto con ella, pero de inmediato su rostro se volvió serio.
—Debería regresar, Majestad. No creo que sea del agrado de su prometido el que siga hablando, a mitad de un jardín oscuro, con este simple jardinero.
—¿Por qué insistes con lo de mi prometido?
—Vas a casarte con él, ¿no es así? Es por eso que se ha celebrado una magnífica cena en su nombre.
—Comienzas a molestarme.
—Al menos todos sabemos que su matrimonio estará a la altura de la Gran Capilla.
—¿Eso qué significa? —Ileana se cruzó de brazos.
—Que son puros. En cambio, los de mi especie, estamos destinados a quemarnos en sus llamas y a ser emparados por sus estacas.
—¿Qué sabrás tú de pureza?
—Al menos sé que la pureza es todo aquello que, según tu Capilla, yo no tengo.
—Y según tú, ¿Oratzyo sí lo tiene?
—Aparte de eso, también sé qué otra cosa tiene.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
—A ti.