La Reina de Hordaz

11. Gárgolas; la orden de los Caballeros Rojos (Parte 1)

La mañana se llegó, con un dulce aroma a limón y nubes esponjosas que parecían afelpar el precioso cielo azul y colocarle un distintivo aro de espuma blanca al volcán. Era una mañana gloriosa, pero cuando Lelé escuchó las campanas de los visitantes, supo que el Conde había llegado. De pronto, toda aquella felicidad mañanera pareció avinagrarse.

—Querida Lelé —Oratzyo pasó al saloncito de visitas, aquel mismo lugar en el que él y la reina habían sellado su compromiso. «Aquí fue en donde me diste el anillo, aquí será en donde te lo voy a regresar»—, en otro momento tu mensaje me habría hecho el hombre más feliz del mundo, pero, he tenido que cancelar un importantísimo juego de cricket.

Y sin más, el Conde se desparramó sobre uno de los sillones, subió sus botas de montar y colocó sus brazos detrás de su nuca.

—No te preocupes, Oratzyo, te aseguro que jamás volverás a cancelar nada por mi culpa.

—Espero que así sea. Mis eventos son importantes, y si vas a convertirte en mi esposa, más te vale respetar eso.

Lelé sonrió, no iba a necesitar decapitarlo para hacerle daño, pues el coraje que estaba punto de hacer el pobre Conde Houlder, sería suficiente como para causarle un infarto.

—¿Sabes, Oratzyo? He estado investigando un poco y descubrí algo que se me hizo muy interesante.

—¿Qué cosa?

—Que para conservar mi corona y para que el matrimonio Ozpos no me destrone, no necesariamente necesito estar casada con un miembro de la nobleza.

El Conde se levantó como de rayo.

—¿No lo sabías, Oratzyo? —Lelé le sonrió.

—¿A dónde quieres llegar con esto?

—Que aunque me casara con un simple pescador, yo seguiría siendo reina.

El Conde se echó a reír.

—¿De verdad caerías tan bajo por un estúpido capricho? Ni siquiera los cantineros estarían deseosos de tener a una furcia como esposa. No te estás casando conmigo porque los dos nos amemos, sino porque soy el único hombre en Hordáz que estaría dispuesto a compartir la cama contigo. Al parecer, querida mía, soy al único hombre al que no le das asco.

Lelé lo miró a los ojos; Oratzyo se había puesto de pie y ahora se encontraba justo enfrente de ella.

—Por qué será que cuando un hombre tiene muchas aventuras, a la sociedad le gusta llamarle «interesante», pero cuando una mujer hace exactamente lo mismo, la hacen llamar «ramera».

—No lo sé, tal vez sea porque a diferencia de ustedes, nosotros sí nos hemos ganado nuestro propio respeto. Somos inteligentes, valientes, fuertes y sabemos sostener la más fina diplomacia. Además de que ocupamos los mejores puestos dentro de la nobleza.

—Y no lo niego, Sir. Conde, pero, me gustaría que me recordara, quién gobierna este país… ¿Acaso no es una mujer?

El Conde trató de esconder el nudo de furia que se le había formado en la garganta.

El reinado de los padres de Ileana fue simplemente espléndido, una era muy parecida a cuando el, entonces rey, Omalie Barklay llevó puesta la corona. Pero cuando Lelé ascendió al trono, y obtuvo los conocimientos suficientes para llevar el peso de todo un país sobre sus hombros, sus habilidades e inteligencia provocaron que las negociaciones con las otras cuatro grandes naciones impulsaran a Hordáz, colocándolo en la cúspide de la abundancia y coronándole como la madre patria en cuestión a mercaderes. La hicieron llamar la tierra de la esperanza y la promesa de la nueva era. El reino rebozó de ingresos y acuerdos comerciales, convirtiéndose en el número uno de las exportaciones.

Porque Ileana Yeliethe Barklay Harolan no solo era una cara bonita, no solo era una ramera, una guerrera o una reina, también era una aristócrata, diplomática, una líder en regla y estratega con la inteligencia y el porte suficiente para plantarse ante los demás reyes de los demás países y convencerlos de que en Hordáz, aparte de poder, también existían las riquezas.

—No sabes cómo ansío que pisemos el altar de esa Capilla y vincularnos como marido y mujer. Me encantará reprender esa lengua viperina que tienes —Oratzyo trató de burlarse de ella.

Los ojos de la reina centellaron con el brillo de la provocación.

—Seguramente al Obispo le encantaría saber que por fin alguien podrá dominar a la mujer que lleva años enteros rompiéndole el trasero con decoros, blasfemias y faltas de respeto.

—Tal vez me den una medalla por ello, y también espero que mi ejemplo sirva para que muchos otros hombres aprendan a tener bajo control a sus esposas descarriadas. Las mujeres como tú suelen ser un peligro. Ya hace falta que este reino tenga un rey; un hombre de verdad.

La indirecta le golpeó como látigo. Estaba refiriéndose a Omalie.

—Sus palabras me confirman que me tiene miedo, Sir. Conde.

—No es miedo, querida Lelé. Es desconfianza. Muchas veces las mujeres resultan ser unas embusteras y manipuladoras. El Obispo nos recuerda que fue Eva quien hizo que Adán mordiera la manzana.

Ileana sonrió.

—Pobre Adán, tan poca voluntad propia habría tenido para obedecerla.




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