Ileana y Priry subieron las escaleras entre risas, besos y abrazos, ella aferrándose a la cintura de él mientras él la rodeaba por los hombros. Ambos estaban felices, el Duque les había dado su bendición y había aceptado su relación entre buenos deseos y palabras bonitas. Por su parte, Surcea no había estado tan contenta, pero al final también decidió aceptarlo. Pues el que Ileana se casara implicaba que ella conservaría la corona y nadie tendría el derecho de husmear en la vida del Duque.
—Me estaba muriendo de miedo —apenas entraron a la habitación de la reina, el brujo recargó su espalda contra la puerta cerrada.
—¿Por qué? —Ileana lo miró a los ojos. No había dejado de sonreír.
—Temía que me fueran a arrojar al calabozo o que tu Corniz me degollara.
Lelé comenzó a reírse.
—Omalie jamás haría eso, y Surcea detesta la sangre; así que no creo que a ninguno de los dos les hubiese gustado hacerte daño.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Lelé frunció el ceño.
—¿Serías capaz de hacerme daño alguna vez?
—Nunca, y lo sabes —lo volvió a besar.
—Necesito que me lo prometas… —pero Ileana silenció sus palabras con un nuevo beso. Se inclinó sobre él, le rodeó el cuello con sus brazos y comenzó a besarlo con una desesperación palpable. Pronto aquellos gestos se volvieron desenfrenados, sus caricias más fuertes y su cercanía estaba a punto de convertirlos en una sola persona.
Ileana dejó caer su cuerpo sobre el de Priry mientras este le daba la vuelta, la recostaba contra la madera de la puerta y hundía su cintura entre las piernas de ella. Cuando el aire se hizo una gran necesidad, ambos se separaron. Tenían los ojos brillantes, las pupilas dilatadas y un fuerte deseo azotaba sus respiraciones.
Priry corrió sus manos por debajo del vestido de Lelé, palpó lentamente su piel suave y emprendió un reconfortante recorrido desde sus rodillas hasta los muslos, hasta que sintió el borde de la daga oculta y abrió el broche para dejar caer el arma. Por supuesto ella no se lo impidió. El brujo le besó el lado inferior de la mandíbula, bajó hasta su pecho y solo entonces la escuchó gemir; un ruido que explotó desde su garganta, que recorrió su lengua y que la abandonó al llegar a sus dientes. Las manos del hombre subieron hasta su cabello, le deshicieron los pliegues del peinado y lo dejaron caer; suelto, largo, libre.
Su cadera se pegó más a ella, la buscaba con desesperación y solo cuando por fin se sintió a salvo, Priry frotó su propia cintura por encima de la tela, provocándola, retándola a seguir con aquellos juegos de piel y deseo.
Ambos caminaron a trompicones hasta la cama, Priry acostó a Lelé y comenzó a quitarle la ropa, a besar cada tramo de su piel desnuda mientras le hacía cumplidos y promesas. Besó sus piernas, besó su estómago y llegó hasta sus senos, los cuales envolvió entre sus manos y succionó con su boca hasta dejar en ellos pequeños círculos rojos.
Los jadeos de la reina se convirtieron en fuertes gemidos de placer. Ileana levantó sus manos y comenzó a desabotonarle la camisa hasta pasarla sobre sus hombros y acariciar su pecho desnudo y palpitante de deseo.
Priry se deshizo de sus pantalones y de sus botas, subió a la cama con ella, la llenó de besos y caricias, exploró cada uno de sus rincones y escuchó los diferentes sonidos que batieron las expresiones de Ileana.
Carne, piel, sudor, fuego, embestidas que sacudieron mundos enteros, que le arrancaron a Lelé su pasado y le dieron la bienvenida a un nuevo futuro, un futuro con él. Los fuegos artificiales bajaron a la tierra y los envolvieron. Priry se aferró a ella y a la cama, a esos escasos segundos en los que todavía pudo sentirse cuerdo, y cuando el momento llegó, explotó dentro de ella mientras sus respiraciones y gemidos se mezclaban volviéndose uno solo.
El brujo cayó a su lado, rendido y cubierto por una delgada capa de sudor que resaltaba todavía más sus mejillas rojas. Buscó su comodidad entre las sábanas blancas de la cama y sintió como Lelé apoyaba su cabeza sobre su pecho. A esa distancia todavía podía escuchar el errático corazón de la reina.
—Priry —después de unos minutos en completo silencio, la voz de Ileana perforó la realidad.
—Dime.
—Cuéntame una verdad de tu vida, la que sea.
—¿Una verdad?
—Sí.
Él suspiró, y por extraño que esto vaya a sonar, aquella fue la única vez que el brujo no le mentiría.
—¿Recuerdas que hace tiempo, te dije que fui un hijo bastardo?
Al escuchar esto, Lelé se aferró a su pecho como si ese gesto pudiera transmitirle tranquilidad.
—Cuando mi madre conoció al hombre, que hasta cierto punto sería mi padre, ella ya se encontraba encinta. Me cargaba en su vientre, aunque también cargaba desesperación. Lo que tengo entendido es que había tenido una aventura con un marino de Jolwall y nunca jamás volvió a verle. Tiempo después conoció a mi padre y, afortunadamente para ella, todavía no se le notaba el embarazo. Pensó que lo engañaría, pensó que podría hacerme pasar como su hijo y él nunca sabría la verdad, pero… no lo consiguió.
—¿Es decir que él lo sabía? ¿Crees que alguien se lo dijo?