La Reina de Hordaz

14. Patrón de intercambio (parte 2)

Cuando el Obispo arribó a su oficina, uno de sus monaguillos ya lo estaba esperando. El muchacho tenía un llamativo sobre gris en las manos y en su rostro había una severa cara de preocupación.

—Señor —el joven hizo una reverencia—, han dejado este sobre para usted. Aquí dice que es muy importante que lo lea este mismo día.

—¿Un sobre? ¿Quién lo ha dejado?

—No sabemos, señor.

—¿Cómo así? ¿No tiene sello ni remitente?

—Nada, señor.

—¡Pero alguien debió haber visto algo!

—Me temo que no. Cuando uno de los acólitos salió para lavar los manteles de la mesa sagrada, lo encontró justo en la entrada lateral.

—¡Imbécil! ¡¿Quién te asegura que esa cosa no es una bomba?!

El monaguillo la arrojó al suelo, gritó y después se escondió detrás de una silla, pero nada explotó.

—¿Cree que sí sea una bomba, señor?

—Si fuera una bomba ya estaríamos todos muertos por tu imprudencia. ¡Dame eso!

Pero cuando Froilán abrió aquel dichoso sobre y leyó su contenido, un voraz estremecimiento trepó por su garganta y lo hizo tener ascos y mareos.

—¿Sucede algo malo, señor?

Los pasos del Obispo reverberaron por toda la Gran Capilla y afuera de ella. Su rostro estaba rojo de ira y sus manos temblaban.

—¡Gárgolas, venid aquí! ¡Apresad al Duque Omalie Barklay enseguida!

La noticia corrió como la pólvora. En menos de cinco minutos medio pueblo se había enterado y las especulaciones comenzaron a levantarse entre susurros, chistes y risas. Pronto la noticia llegaría a los oídos de los criados en la Casa Vergeles, y por supuesto estos alertarían a su patrón de lo que estaba sucediendo.

—¡Señor, señor! —una de las mucamas aporreó la puerta hasta que el pestillo se soltó y su patrón la recibió entre brazos.

—¿Qué pasa, Josephine? ¿Por qué estás tan pálida? Parece como si hubieses visto un fantasma.

—¡El Duque, señor! —la mujer lloraba y luchaba para controlar sus palabras—. ¡Van a prendedlo! ¡Lo van a encarcelar!

—Pero ¿por qué dices eso? —ahora era el Barón quien estaba temblando.

—¡Lo están acusando de desviación, de corrupción de ideales! Acaba de llegar el aviso de que el Obispo planea sentenciarlo.

—¡Debo advertirle! ¡No puedo dejar que se lo lleven!

—¡NO! —la mucama se desbarataba la garganta entre tanto grito—. ¡No llegará a tiempo! El Obispo ya ha emprendido su recorrido hacia el castillo. ¡Lo apresarán a usted también! ¡NO VAYA, SE LO SUPLICO!

—¡Suéltame, Josephine, no puedo abandonarlo!

—¡Lo asesinarán a usted también! ¡NO VAYA! —pero no importaba cuánto se le colgara o gritara, Brandon no sucumbiría a sus imploraciones.

El Barón se puso la casaca, cogió las riendas de su caballo más rápido, aquel que alguna vez había llevado a Omalie hasta la Gran Capilla, montó en él y se apresuró a salir. Los gritos de sus empleados y de las personas que lo querían quedaron atrás como un leve susurro.

Josephine tenía razón, no llegaría antes que los soldados del Obispo, pero aún tenía una oportunidad de salvar al amor de su vida. Intersectaría la caravana en la cuenca de la Broka Negra, el gran río que arrastraba las aguas del Gran Lago hasta el Océano Lenoton. Tendría una sola oportunidad para hablar con ellos y averiguar si todo se trataba de un mal entendido, o si de verdad tenían pruebas tangibles para acusarlo.

Cuando Brandon llegó a la cuenca, un poderoso escalofrío le caló los huesos e intranquilizó a su caballo. Por un momento el Barón sintió que la garganta se le secaba, que su sangre se enfriaba y que posiblemente moriría de un infarto fulminante, pero todo eso quedó atrás cuando recordó los besos de Omalie. Cuando recordó la piel suave del Duque, el contorno de sus labios, su risa, su deslumbrante cabello rojo y la constelación de estrellas que albergaba su precioso rostro.

Una lágrima amenazó con brotarle de los ojos, pero afortunadamente consiguió detenerla.

—¡Sir. Obispo! —el Barón y su caballo se pusieron ante el carruaje que seguía en movimiento y de inmediato las Gárgolas le apuntaron con sus ballestas y mosquetones—. ¡Solo quiero hablar con el Obispo! ¡No vengo con intenciones de atacarlos! ¡Se los aseguro!

—¡Identifíquese, ahora! —gritaron los Caballeros Rojos, más cautelosos que de costumbre.

—¡Soy el Barón Brandon Vergeles!

Y tras este grito, el Obispo en persona salió de su carruaje.

—Bajen las armas —ordenó y sus soldados, fieles a él, lo obedecieron—. Buenas tardes, Barón.

—Su Excelencia, qué bueno que tengo la oportunidad de hablar con usted antes de que se cometa una locura.

—¿Una locura le dice?

—Varios rumores han pisado los suelos de mi casa, y me gustaría poder aclararlos, puesto que yo formo parte de todos ellos.

—Hable.

—Al Duque Barklay se le acusa de desviación, corrupción de ideales y enfermedad, si mal no recuerdo. Pero le aseguro que todo tiene una respuesta mucho más clara de lo que aparenta.




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