Había algo extraño en el aire. Una capa nubosa y grisácea flotaba sobre todo el castillo. El viento chillaba y las nubes se extendían como gigantescas olas que tapaban el cielo y sumían a Hordáz en la penumbra. Todos se sentían preocupados, pero el Duque… El Duque era el primero en sentir la ausencia de su propio corazón.
—Omalie, ¿quieres que te traiga un poco de té? —Surcea se acercó a él. Tantos años viviendo en el castillo hicieron que ella también lo viera como un familiar.
—Algo que me calme los nervios, por favor.
—¿Te pasa algo?
—El Barón no ha llegado. Debió haberlo hecho desde hace dos horas.
—Quizá le surgió algo y no pudo venir.
—No, él no es así. Si le hubiera sucedido un contratiempo habría enviado a uno de sus criados para avisarme. Tengo miedo, Surcea. Hay algo que no está bien.
—Por supuesto que no. Ve esas nubes negras del horizonte. Detesto cuando la maldita Culebra se comienza a formar.
—Tengo que ir a verlo.
—Al menos espera a Lelé. Ella y los soldados de la Novena Legión no han de tardar.
Pero si algo tenían los Barklay, era la obstinación. Omalie se puso su capa, salió sin que Surcea se diera cuenta y se dirigió hacia la Casa Vergeles. Un destino al cual nunca pudo llegar. Antes de que pudiera atravesar los arcos de entrada, dos soldados aparecieron de la nada, le dispararon al caballo una cuerda de tención para amarrarle las dos patas y hacerlo tropezar.
El cuerpo del Duque cayó y rodó por el suelo hasta que un tronco seco lo hizo detenerse. Cuando las Gárgolas lo cogieron de los brazos, le propiciaron la más horrible de las palizas. Pronto el hermoso rostro del Duque cogería el mismo color que su cabello y sus pecas se cubrirían de lágrimas.
—¡Deténganse, no tienen ningún derecho de tocarme! —el Duque estaba que rabiaba, ofendido hasta los huesos. Había levantado la voz y por un segundo las Gárgolas se preguntaron si se trataba del mismo hombre.
—¡Guarda silencio, sucjak! —uno de los Caballeros lo golpeó con el mango de su ballesta.
Omalie abrió sus ojos con terror. Aquello era una palabra que en el idioma antiguo de Hordáz se asemejaba mucho a la homosexualidad.
—Camina o dejaremos que el caballo te arrastre. El Obispo nos ha dado una orden, y te quiere vivo.
Cada golpe, cada palabra de odio, cada humillación sería la gasolina que alimentaría la furia de Ileana Barklay. Porque una mujer sabe perdonar, sabe querer y entregarse, pero no está para perdonar traiciones.