La Reina de Hordaz

15. Corazón en llamas (parte 2)

Entre tantos cuerpos se podía sentir perfectamente cómo es que las emociones luchaban por controlarlos. Había quienes se reían a carcajadas, quienes lloraban amargamente, los que se sentían traicionados y ofendidos, los que seguían sin poder creerlo, y los que levantaron protestas apenas se enteraron de la noticia. Cuando Omalie abrió los ojos, una gota de sangre cayó de su ceja y aterrizó en sus labios. El Duque se preguntaba con desesperación qué estaba sucediendo, a dónde lo habían llevado esos hombres cuando lo detuvieron, y qué sucedería con él. Por supuesto nunca se imaginó la sorpresa tan grande que lo esperaba apenas volteara la cabeza.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Ahí estaba él y trataba de sonreírle.

—Perdón —las palabras de Brandon salían casi muertas—. Intenté detenerlos, pero no sirvió de nada. Perdóname, por favor.

Finalmente Omalie entendió lo que estaba sucediendo. Él estaba amarrado a una estaca gigante de madera, debajo de él habían colocado una pira con leña y pasto seco para después prenderle fuego. Tenía las manos atadas alrededor de la estaca y su espalda recargada en ella. Su rostro sangraba, su elegante ropa estaba destrozada y al otro lado de la puerta de la Capilla, se hallaba el Barón Brandon Vergeles, en la misma posición y las condiciones que él. Todo había acabado, su romance secreto se había descubierto y ahora los dos estaban destinados a morir quemados.

—No, no, no. Esto no puede estar pasando.

—Omalie —la garganta del Barón estaba destrozada—. No tengas miedo, mi amor. Todo terminará pronto.

El Obispo se acercó a ellos, llevaba una antorcha en la mano y en la otra cargaba un escapulario con la imagen de Ghirán. Observaba feliz mientras sus Gárgolas intentaban controlar el escándalo de los presentes, pues aquellos que intentaban acercarse para protestar o pedir clemencia por el Duque, eran golpeados y enviados a los calabozos de la Gran Capilla.

“Porque claro, qué sería de un templo santo sin calabozos”.

—No llores, Omalie —el Barón habló lo más fuerte que pudo—. Nosotros no hemos hecho nada malo aparte de querernos.

—¡Desgraciado! —el Duque explotó en gritos mirando los ojos oscuros del Obispo—. ¡Esto no es iglesia, esto es odio!

Pero en lugar de sentirse avergonzado o aceptar el daño tan grande que les estaba provocando a dos personas completamente inocentes, el Obispo no dejaba de sonreír.

La gente gritaba, se arremolinaba y el caos ya comenzaba a levantarse. Algunos aventaron piedras, otros trataban de golpear a los Caballeros Rojos del Obispo, otros gritaban que se detuvieran y hasta el Conde Houlder se presentó para pedir compasión por el Duque, pero a cambio solo lo golpearon. ¿Quiénes eran los siguientes? ¿Por qué no se castigaba de la misma forma a todas las relaciones? ¿Por qué a fuerza tenían que morir las criaturas diferentes, las brujas y los homosexuales? ¿Por qué esto es una historia y duele como si fuese la vida real? ¿Por qué nada ha cambiado y se sigue persiguiendo el mismo “crimen”?

—¡Omalie! —el Barón trató de removerse, imaginó que se soltaba una de sus manos, la estiraba y tocaba al gran amor de su vida—. No llores, ninguno de ellos merece que lloremos o les roguemos.

—¡Eres un desgraciado, Froilán!

Y cuando el Obispo se acercó, en sus labios se pudo ver perfectamente la frase que rezaba: «Al menos no estoy enfermo». Entonces soltó su antorcha.

El fuego se esparció rápidamente hacia las dos piras conectadas por un camino de pólvora y aceite, alcanzó la madera y entonces los gritos del Duque y el Barón incendiaron la tierra. Juntos, los dos se quemaban, morían mientras lloraban, gritaban y pensaban en el dolor del otro.

Algunas de las personas gritaron con ellos, lloraron con ellos y trataron de arrojarle rocas al Obispo, pero las Gárgolas eran muchas y los golpearon. No les importó que muchos de ellos fueran mujeres o ancianos. Nadie ahí parecía tener piedad.

¡OMALIE! —el grito de Ileana fue un llamado a la guerra.

La reina desenfundó su espada y cortó cabezas, las cabezas de las Gárgolas. Sus soldados la seguían de cerca, e igual que ella, ninguno de ellos se tocó el corazón al momento de matar. Su objetivo era llegar a las piras y apagarlas, detener los gritos y el dolor. Sin embargo, cuando Básidan prestó atención a la hoguera del Barón, se dio cuenta de que este ya no gritaba ni se movía. Brandon había muerto, y aunque nadie quisiera aceptarlo, el Duque también perecería antes de que pudieran llegara rescatarlo.

Ileana estaba descontrolada, sus manos ardían en rabia, sus ojos eran odio y destrucción, y allá, en el horizonte del cementerio, un poderoso enemigo estaba ganando energía, alimentándose con el coraje de la reina.

Los soldados de la Novena Legión llegaron a las hogueras, golpearon el fuego con sus capas y solo así consiguieron apagarlo. Pero era tarde, los dos amantes se habían ido. Juntos. Eternos. Libres.

Ileana desmontó su caballo y corrió al interior de la Capilla. El Obispo estaba ahí, y frente a la mesa Sagrada intentaba contener el dolor. Se había roto un tobillo en su intento de huir.

Ileana descolgó su arco de su espalda y le apuntó. Ella desde la puerta y Froilán frente a la imagen de su adorado Santo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.