La Reina de Hordaz

15. Corazón en llamas (parte 3)

Frey fue el primero en ponerse de pie, escuchó los gritos desesperados de uno de sus compañeros, y cuando corrió hacia donde se hallaba Eghor, su expresión se llenó de pánico al verlo. El hombre había aterrizado sobre una gruesa rama que le atravesó el cuerpo y lo dejó suspendido a pocos centímetros del suelo.

—Maldita sea.

El soldado no podía hablar debido a sus hemorragias internas y a que la sangre se le acumulaba en sus pulmones y garganta, pero sí le suplicó con su mirada que acabara con su sufrimiento.

—Eghor —la voz de Frey temblaba—, perdóname —y de un solo corte, le rebanó la garganta. Eghor no sintió ningún otro dolor, pues antes de que su cabeza cayera hacia delante, él ya había muerto.

Olegh y Caleb estaban saliendo del bosque, todos llenos de heridas y golpes. Frey los miró y se llevó la mano al corazón. Un gesto que el clan «CB» utilizaba para rendir el pésame de un compañero o para jurar eterna lealtad.

Por otro lado, Básidan y Priry no habían dejado de pelear. Quizá cada uno estaba sacando todo el coraje que llevaban reprimiendo desde que se conocieron. El punto es que, aunque tuviera magia y artes negras, Priry no era rival para Básidan Kendrich, y él mismo lo sabía. Debía huir y reunirse con Hidran, o su adversario terminaría matándolo.

Básidan dio un fuerte grito cuando el brujo, con la ayuda de su viento, levantó la tierra del campo y se esfumó entre ella como un fantasma.

—¡Básidan! —sus compañeros llegaron corriendo—. Hemos perdido a la reina. No la pudimos matar.

En parte le alegraba y en parte lo aterraba. ¿En dónde estaba Lelé?

—Tenemos que salir de aquí.

—Nosotros te sacaremos.

—Nos iremos todos juntos. ¿En dónde está Eghor?

Frey repitió el mismo acto de llevarse la mano al corazón, y solo entonces el general comprendió todo.

—No podemos arriesgarnos a que nos capturen. Tú eres nuestro mando, el Emperador confía en ti y sabrá que eres el único que puede recuperar la espada y asesinar a Ileana.

—Vamos Básidan —Caleb lo tomó del hombro, obligándole a caminar y coger uno de los caballos que se hallaban sueltos—. Si sobrevivimos nos reuniremos contigo. Vete.

Entre los tres lo montaron al animal, Frey golpeó el muslo del caballo y este echó a correr hacia el bosque mientras el resto de Caballeros Blancos se interponían y cortaban a toda criatura que intentase perseguirlo.

El general cabalgó entre los árboles oscuros, se maldijo por haber sucumbido al aprecio de aquellos cuatro hombres cuando su lema como «CB» siempre había sido el trabajar en solitario. Tener cariño por las personas te volvía vulnerable, y ahí estaba él, intentando contener su tristeza al dejar a los cuatro hombres que habían sido sus compañeros, sus soldados, y hasta cierto punto, sus amigos.

De pronto, el animal se detuvo, se paró en dos patas y casi hace que el general se cayera de la montura. El cuerpo de una mujer se hizo hacia atrás, gritó y cayó al suelo, llorando y suplicando por su vida.

Cuando Básidan logró controlar a su caballo y apaciguar sus fuertes relinchos, miró a la mujer del suelo y se sorprendió al reconocerla.

—¿Surcea?

—¡Por Ghirán! ¡Básidan! —la Corniz cambió de posición y se arrodilló en el suelo, llorando y gritando—. ¡Gracias, Gracias!

—¿Qué haces aquí?

—¡Han invadido el palacio! ¡No sé qué está pasando! ¡Un hombre llegó y después un ejército de vampiros nos atacó! ¡Las personas están muriendo!

—No grites, Surcea.

—¡Tengo miedo!

—Ven aquí —el general le tendió la mano y la ayudó a subir al caballo. Cuando Surcea se abrazó a su espalda, la calidez de sus lágrimas le llegó a la piel. Fustigó al caballo y este retomó su viaje—. ¿Has dicho vampiros?

—No sé lo que eran. Eran muy blancos y feos. ¡Estaban horribles!

—Eran muertos.

—¡¿Muertos?!

—Los revivió. Con la Espada Carver. Maldita sea, está aquí.

—¿Quién? ¿Quién está aquí?

—La Culebra del Mar Káltico.

—¿No era una leyenda?

—Surcea, las leyendas en Zervogha no son leyendas. Son historias verdaderas que se transformaron en leyendas para esconder el miedo.

—¿Qué va a pasar?

—No lo sé.

—General… ¿qué pasó con Ileana y Omalie?

Pero su silencio sepulcral no supo darle una respuesta.




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