La Reina de Hordaz

16. La reina del hurto y del engaño (parte 1)

El ensordecedor chirrido de una puerta obligó a que Ileana abriera los ojos. La mujer que alguna vez fue la reina de Hordáz, ahora se hallaba durmiendo en el suelo del sótano. Con la cara llena de mugre y las manos llenas de cortaduras y moretones, Ileana trató de incorporarse. Sus oídos le zumbaban y en su lengua aún se acentuaban vestigios de su propia sangre.

Priry apareció ante ella, se arrodilló y sujetó su rostro, examinándole los daños.

—¿Priry? —preguntó, pero este ni siquiera se preocupó en responder.

Los ojos del brujo eran dos horribles pozos sin fondo ni brillo. Se había vuelto a poner su ropa normal; su gabardina negra y su sombrero. Volvía a tener las uñas esmaltadas de color negro y sus dos aritos de acero volvían a estar en su rostro: uno en su oído y el otro en su labio inferior.

—Ponte de pie —le ordenó, y más que por obediencia, Lelé lo hizo por miedo. Seguía sintiéndose mareada y aturdida.

El brujo la llevó de nuevo al balcón principal del castillo, la hizo recorrer los mismos pasillos por los que antaño la reina había caminado, pero esta vez Ileana parecía una presa. Llevaba las manos atadas y su ropa era casi los andrajos de una errante.

—¿Qué pasó aquí? Priry, ¿en dónde están mis empleados? ¿En dónde está Surcea? ¿En dónde…? —pero entonces la palabra hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas. El nombre de Omalie ahora traía consigo el recuerdo de un fantasma—. Priry, ¿a dónde me estás llevando?

—No te resistas y sigue caminando —fue lo único que le dijo y siguió tirando de sus manos amarradas.

La puerta de la habitación se abrió. Aquel cuarto que tenía vista hacia el balcón central del palacio tenía buenos y malos recuerdos. Pues según las viejas historias del Duque Barklay, era ahí en dónde la reina Arkansa Emilia solía sentarse y cepillar su largo cabello rojo, donde una partera la atendió cuando dio a luz, y desde donde ambos reyes, una vez casados, salieron a saludar a su pueblo.

Un hombre yacía sentado en el diván, tenía sus pies sobre los almohadones, la cabeza apoyada en el respaldo y una de sus manos sujetaba con firmeza un vaso de whisky con hielo.

—Aquí está —Priry se giró hacia Lelé y le quitó los amarres. Debido a que ella estaba totalmente desarmada, no podría representar un peligro para él. A menos que decidiera ahorcarlo.

Y ojalá lo hubiera ahorcado.

—Ileana —Hidran sonrió, se puso de pie y saludó a su sobrina. El muy desgraciado tenía puesto uno de los trajes del Duque—. Por fin puedo mirarte y saludarte como es debido.

Lelé lo observaba con desprecio.

—Yo sé, querida sobrina, que tendrás muchas preguntas dentro de esa cabecita tuya, y con gusto iré respondiéndolas. Priry, ya puedes irte. Necesito hablar con la reina de Hordáz a solas y tu presencia nos incomoda.

El brujo asintió y cerró la puerta al salir.

Hidran regresó su atención hacia Ileana.

—Has crecido mucho desde la última vez que te vi. Me complace decirte que te pareces mucho a tu madre, excepto por el tono de cabello. El castaño nos siempre caracterizó a los Harolan. Pero vamos, Ileana, di algo. Lo que sea —y tras volverse a servir de la botella, la Culebra se volvió a recostar en el diván, pero esta vez mirando hacia la reina.

—¿Tú hiciste todo esto? —Lelé se esforzó para que su voz sonase neutra.

—¿El qué?

—Todas esas masacres.

—Espero que te estés refiriendo a las personas que fueron atacadas por mis muertos, porque querida, te recuerdo que fuiste tú quien mató al Obispo y fue él quien asesinó a Omalie Barklay y a su pareja.

El recuerdo la golpeó en el estómago.

—¿Qué le hiciste a Priry?

—¿Disculpa? La chingadera anda por ahí caminando.

—Me refiero a ¿qué le hiciste para que me traicionara?

Hidran estalló en carcajadas.

—Ileana, tú eres más inteligente que eso. Deja a un lado el amor que sientes por ese brujo y observa tu realidad. Nuestro plan siempre fue ese; entrar al castillo y enamorarte. Aunque te confesaré una cosa. Nuestro plan originalmente era que se casara contigo, y una vez rey, ordenara que se buscara en el Mar Káltico la Espada Carver. Pero ¡oh, sorpresa! La espada ya estaba aquí, en el castillo y bajo tu resguardo.

—Mientes —a Lelé se le comenzaba a quebrar la voz.

—¿De verdad crees que miento? No lo conoces, Ileana, no tienes ni la menor idea de quién es él.

—Lo conozco.

—Dudas.

—¡No!

—¿Te dijo que era casado? —algo dentro de la reina se rompió. Los pequeños trocitos que todavía formaban parte de su corazón terminaron pulverizándose ante aquella pregunta—. ¿Te dijo que fue capaz de vender a su propia esposa por unos miserables renichos cuando estaba encita? No te lo dijo, ¿verdad? Me lo imaginé.

—¿Para qué me has mandado a traer?

—Qué gusto que hayas decidido cambiar de tema, querida.

—Está claro que no me piensas matar, entonces ¿qué quieres?




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