La Reina de Hordaz

19. Huracán de almas negras (parte 1)

45 AÑOS ANTES

Hidran Birkelan aborrecía el tener que ponerse camisas de cuellos altos, con etiquetas rasposas que le molestaban la piel, y aquellas espantosas mallas de lana que solo le irritaban las piernas. Muchas veces se imaginó ir desnudo por las calles de Kair Rumass, meterse al estanque de peces dorados que había en su casa y poder nadar con ellos. Pero pronto ese pensamiento desaparecía cuando recordaba la desenfrenada rabia que se apoderaría de su madre si la desafiaba de semejante manera. La estética en la ropa era muy importante para la nobleza, y debido a que su madre era estrictamente pulcra y de un temperamento aborrecible, Hidran y su hermano mayor debían verse presentables en todo momento.

Agatha de Birkelan, de antiguo apellido Doson, era la esposa del Marqués Alexander Birkelan, una frívola y temperamental mujer de alcurnia. Trataba a sus hijos con la punta del pie, y a su esposo un tanto peor. Agatha no tenía compasión por nada ni por nadie; se la pasaba arreglándose el cabello y la piel, preocupándose nada más por su belleza física y sus arrugas. Su esposo había adquirido el título de Marqués después de que el Emperador se lo otorgase debido a la heroica participación que tuvo durante su estadía en el ejército. En las calles de las Rumass se decía que el señor Marqués era todo un encanto, un hombre docto, caballeroso y perfectamente educado. Lástima que las personas no tuvieran la misma opinión sobre la Marquesa, pues si podían evitar cruzar palabra con ella, con gusto lo hacían.

Los puesteros del mercado le tenían miedo, los que alguna vez fueron sus conocidos huyeron apenas experimentaron el letal carácter de la mujer, e incluso sus empleados le tenían terror, pues se rumoraba que a una de las cocineras le quemó la mano sobre uno de los fogones porque no le gustó el sabor de la sopa. Sin duda alguna, Agatha era una demente, una colérica y violenta mujer que despreciaba a sus hijos y al hombre que, desafortunadamente, se negó a separarse de ella.

A pesar de tener nueve años de edad, Hidran sabía que era un niño diferente. Muchas veces había intentado tocar el tema con sus padres, intentó preguntarles sobre sus antepasados o su origen de nacimiento. Sin embargo, y pese a todos sus esfuerzos, ambos progenitores le habían exigido que se olvidase de eso y que contuviera ciertos impulsos que el niño había ido descubriendo. Hidran se había dado cuenta de que las cosas se movían por sí solas después de que él utilizara la energía de su mente. Tiempo después descubrió que podía prender lumbre a una mecha de vela con tan solo observarla fijamente, y que al levantar sus brazos podía hacer que todo un campo de maíz ardiera como si fuera el mismísimo infierno. Se sintió fuertemente atraído por las investigaciones astrales, los temas rúnicos y los trabajos eclécticos. Incluso se aventuró a levantar las arenas de su propio jardín tan solo extendiendo sus brazos y apretando sus puños.

Y aunque algunas de estas cosas habían pasado por alto a los ojos de sus padres, Hidran descubrió que también tenía el poder de quitar vida. Un día llevó a cabo sus ideas, acudió al estanque del jardín en donde su madre tenía su criadero de peces dorados y apretó sus puños dentro del agua. Un segundo más tarde, el agua comenzó a burbujear como si hubiera llegado a su punto de ebullición, y de pronto los peces flotaron a la superficie, todos ellos muertos.

—Dense prisa, ya quiero saber qué tan bien flota mi barco —Hidran escuchó gritos y risas que parecían venir hacia él. El niño miró una vez más los cuerpos de los peces y entonces decidió esconderse.

Su hermano y otros dos amigos se hallaban jugando con sus caballos de madera y sus pequeños barquitos de carrizo. Habían llegado hasta el estanque, y cuando Hiluzan se asomó al fondo, su grito hizo graznar a los patos que se hallaban cerca. El niño arrojó su pequeño barquito y retrocedió aterrorizado. Era normal ver uno o dos peces flotando con la panza hacia arriba, muriendo de vejez o enfermedad. Pero que los veintidós peces estuviesen muertos, era señal de desgracia.

Hiluzan corrió hacia donde su madre, le contó la historia de su terrible hallazgo, y entonces el torbellino de gritos y golpes se hizo presente. No necesitó hacer preguntas para dar con el perpetrador de la maldad. Agatha cogió a Hidran del brazo y lo arrastró hasta su habitación en donde lo golpeó repetitivamente con una varita de cerezo hasta dejarle marcas en los brazos, en las manos y en la espalda.

—¡Me duele! ¡Déjame tranquilo! —Hidran se hallaba acuclillado en la esquina de su habitación. Gritaba y lloraba mientras trataba de meter sus manos para defenderse.

—Te he perdonado tus insolencias todo este tiempo, pero no pienso perdonarte el que hayas amedrentado mi estanque.

—¡Mamá!

—¡Guarda silencio! ¡Volviste a desobedecerme! ¡Te dije que jamás volvieras a utilizar ese maldito poder!

—¡No puedes hacer nada para impedirlo! ¡Es parte de mí!

—¡No es parte de ti! ¡Es un castigo de Herean por ser tan desobediente!

Al otro lado de la puerta, un Hiluzan mayor, al menos tres años más que su hermano Hidran, lloraba amargamente mientras buscaba consuelo en su padre.

—Tienes que hacer algo. Dile que no le siga pegando, por favor.

Pero su padre, un hombre sumiso, temeroso y víctima de los ataques coléricos de su esposa, no podía hacer nada más que ver y callar. De lo contrario la mujer se daría la vuelta y lo azotaría con su rama hasta que la piel del hombre sangrara y los mosquitos se parasen sobre la herida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.