La Reina de Hordaz

19. Huracán de almas negras (parte 2)

El barco Anabel zarpó a eso de las diez quince de la mañana y todos los tripulantes comenzaron a despedirse de sus seres queridos. Desde la cubierta las personas agitaban sus pañuelos de colores, algunos se quitaban su chal y lo ondeaban con el viento, otros se quitaban el abrigo y repetían el movimiento, o utilizaban cualquier otra cosa que les sirviera para decirse adiós.

Agatha observó el impresionante navío y después regresó la atención hacia su hijo. Necesitó sujetarse fuertemente el sombrero de plumas o el viento terminaría arrancándoselo. Por fortuna Hiluzan estaba demasiado embobado, viendo cómo los trabajadores subían a bordo maletas y costales de especias, como para escuchar la conversación.

—Tu padre y yo necesitamos hablar seriamente contigo —Hidran centró su aterradora mirada en la de su madre—. No puedes seguir usando esa blasfemia a la que llamas magia, de lo contrario la gente de Hordáz te enviarán directo a las hogueras, y ellos no juegan con eso.

—Se supone que para eso me has enviado a Hordáz, ¿no, madre? En el fondo deseas que sea yo quien cometa el error de mostrar mis artes negras y así la guardia de Hordáz pueda asesinarme.

—Niño ridículo, no entiendes que esto lo hacemos por tu propio bien.

—Yo soy eso…

—No me desafíes, Hidran —la voz de Agatha se estaba volviendo peligrosa, tanto que el Marqués decidió retroceder unos pasos.

—Yo soy la magia, y la magia soy yo.

—Baja la voz —lo amenazó.

—Me tienes miedo porque soy un espejo para ti. Tú no eres lo que quieres aparentar. Eres tan igual a mí que te desagrada el solo pensarlo.

—Cállate, Hidran.

—Eres una bruja y en tu sangre también transita la magia.

—¡CÁLLATE! —la Marquesa arremetió contra su propio hijo. Primero fue una bofetada, después otra, otra y otra más hasta que el niño comenzó a sangrar de la nariz.

—Agatha, la gente nos ve —Alexander la sujetó de la cintura.

—Te prohíbo que me vuelvas a llamar así. De verdad espero que Hordáz pueda arrancarte esas creencias tan absurdas. Y si no lo consigue, que su Santo de fuego pueda castigarte.

Hidran fue limpiado del rostro y empujado hacia las escaleras del barco.

—¡Adiós, madre! ¡Adiós, padre! ¡Los echaremos mucho de menos! —ajeno a la cruel conversación de sus padres, Hiluzan agitaba su sombrero en el aire, despidiéndose de las dos personas que más amaba en el mundo.

Cuando el barco por fin se alejó, el joven muchacho acudió al encuentro de su hermano menor, pues ambos debían bajar y buscar su camarote.

—Anímate, ya verás que el lugar que visitaremos terminará agradándote. No todo puede ser tan malo —Hiluzan lo golpeó amistosamente en el brazo. Ya habían encontrado su habitación y ahora se estaban acomodando para dormir en la litera. Por supuesto Hiluzan dormiría en la parte de arriba e Hidran en la de abajo. Y es que extrañamente siempre era así. Hiluzan arriba, en todo, mientras que Hidran debía conformarse con estar debajo de él, siempre oculto entre las sombras para que nadie descubriera el poder que corría en su sangre maldita.

—Nos van a enviar a un internado, en una tierra desconocida, y no podremos volver a casa hasta que nos hayamos graduado. ¿Eso se te hace agradable?

Su hermano mayor bajó la mirada. Una parte de él deseaba darse a sí mismo fuerza para seguir, pero el carácter tan avinagrado de Hidran le dificultaba la tarea.

—Al menos vamos a estar juntos —susurró, pero en respuesta, Hidran se cubrió el rostro con las sábanas de la cama y se volteó dándole la espalda.

Era increíble, pero a tan corta edad, Hidran Birkelan comenzaba experimentar la podredumbre del odio y el rencor.

***

El tiempo pasó y los dos hermanos ingresaron al colegio-internado de Los Cervantes, en el pueblo de Hordáz. Después de que el barco arribara al puerto de la tierra roja, un guardia del colegio acudió para recogerlos. Antes de abordar el barco en Kair Rumass, su padre les había colocado un gafete con su nombre y dirección de destino para que el colegio pudiera ubicarlos fácilmente. Durante todo el camino, Hidran mantuvo la mirada en la ventana del carruaje observando, gritando y llorando en silencio, pues aunque su colegio de destino tenía un alto reconocimiento y una pulcritud intachable, él comenzaba a sentir los pesados grilletes acerados en sus pies y en su alma. Sentía como si aquel país estuviese liderando una terrible guerra interna con su poder. Y aunque todavía no tenía idea de a qué círculo mágico pertenecía, Hidran intuía que ese poder iba más allá de la hechicería y la brujería mundialmente reconocidas.

Cuando el carruaje se detuvo y los dos niños cargaron sus maletas hasta la entrada de su nuevo colegio, un monaguillo regordete, de mejillas rosadas y unos años mayor que Hiluzan salió a recibirlos. Hidran se le quedó mirando; maldiciendo y asesinándolo con la mirada, pues entendió que aquel colegio era en realidad una institución religiosa, y eso significaba esconder su energía mágica el resto de sus años, o terminaría siendo castigado en las hogueras por herejía y maldad. Al final de cuentas, su madre había ganado otra vez.

A los dos se les entregó una túnica roja, un rosario de plata y una biblia de solapas doradas. Cuando Hidran se miró en el espejo de su habitación y se vio reflejado, un amargo sentimiento le recorrió la garganta. Qué irónico que un brujo, un ser que supuestamente le pertenecía al infierno, fuese ataviado con las ornamentaciones del cielo. Quizá estaba condenado a tener una estancia de cadenas y represión, pero al menos el niño sabría sacarle provecho.




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