Con la muerte del rey Isak, Arkansa se convirtió en la reina absoluta de Hordáz, mientras que Hiluzan en el rey consorte. Hidran concluyó sus estudios en el colegio de Los Cervantes, y después de graduarse, adquirió un pequeño departamento en la Calle 45 del pueblo. Al lugar lo apodaban Cuchillo Negro, ya que era el peor barrio del país. Su tasa de asesinatos era sumamente elevada, los asaltos eran el pan de cada día, las ratas caminaban libres por la calle y sus locales no dejaban de oler a pescado crudo y a sudor. Sin embargo, para Hidran se convirtió en el cielo —o en su caso— el infierno perfecto en el que a nadie se le ocurriría buscar a los brujos.
El joven hombre comenzó a ganarse la vida mesereando en las tabernas y fabricando jarrones de arcilla. Se negó rotundamente a vivir en el castillo, junto a su hermano y adorable cuñada. Alegó que no se sentía cómodo, y agradecido con su hermano por entenderlo (entender su terrible miedo a que descubriesen la magia) pudo marcharse feliz y valerse por su propia cuenta. Años después, y cuando pudo aprender la alfarería, abandonó el local en el que trabajaba y comenzó a hacer sus propios diseños en casa; hermosos jarrones y platos que vendía por mayoreo al mejor postor. Hidran se sentía bien. El piso en donde vivía era amplio, un poco escaso de muebles y color, pero al menos era la madriguera que le proporcionaba un lugar seguro.
Como ya lo mencionamos antes, a Hidran le gustaba investigar e informarse, en los siguientes meses descubrió que Cuchillo Negro tenía una increíble cantidad de callejones, puertas secretas y pasillos que se interconectaban para que los ladrones pudieran huir de la policía. Y no solo eso, el barrio estaba construido sobre un amplio laberinto de cloacas. Túneles y escondites que muchas veces lo salvaron cuando la policía y participantes de la Gran Capilla se hallaban rondando los mismos lugares en los que él intentaba vender sus jarrones.
Pero fue una mañana de noviembre cuando su vida, solitaria y aburrida, cambió para siempre. El viento gélido ya comenzaba a soplar, congelando las manos y las narices de los que paseaban por las calles. El invierno estaba cerca. Hidran caminaba hacia su departamento luego de comprar algunas especias y retazos de pollo para la cena; cuando los gritos de varios hombres lo pusieron a la defensiva. El hombre se estaba preparando para correr escaleras abajo, bajar del puente y desaparecer detrás de una pared de enredaderas muertas. Sin embargo, algo lo detuvo. Los gritos provenían de los guardias que servían a la Gran Capilla, mejor conocidos como la Orden de los Caballeros Rojos, y a juzgar por sus palabras, estaban persiguiendo a alguien.
Al principio, el muchacho pensó que estaban persiguiendo a un ladrón, pero por fortuna la altura del viejo puente le permitió tener una mejor visión de lo que estaba sucediendo. Fue entonces que reconoció la silueta encapuchada que intentaba huir. Era una mujer, y para que la policía persiguiera de semejante manera a las mujeres, solo debía existir un motivo.
Hidran la vio dar grandes zancadas, apretarse con fuerza la capucha de su capa y serpentear entre las calles mohosas del barrio, pero fue un movimiento en particular el que despertó su completo interés. Cuando los Caballeros Rojos estaban ya casi pisándole los talones, la desconocida se dio la vuelta, sus ojos desprendieron un aterrador brillo sobrenatural, y entonces estiró uno de sus brazos para cortarse la piel. Cuando las gotas de su sangre tocaron el piso, una impresionante barrera de fuego se levantó ante ella, permitiéndole escapar mientras los guardias retrocedían aterrorizados. No había dudas, esa mujer era una bruja.
Hidran descendió las escaleras del puente, buscó un pasillo que le permitiera encontrarse con ella y entonces echó a correr. Llegó justo en el momento en el que la mujer comenzaba a desesperarse. Se sentía enjaulada y aterrada por no encontrar una salida del laberinto tan espantoso y putrefacto en el que se había metido, pero de la nada, Hidran apareció a su lado.
—¿Quieres seguir con vida? —le preguntó.
La mujer retrocedió y le lanzó una mirada de justificada desconfianza. Pero cuando el hombre le ofreció su mano, y ella volvió a escuchar los gritos de los guardias que la perseguían, no lo dudó ni un solo segundo y se aferró a él.
El joven la llevó a través de los túneles, entre los callejones que parecían volverse más angostos y entre locales que ya se hallaban cerrados. Finalmente consiguieron llegar a las entrañas de las cloacas, un lugar que si bien no olía espléndidamente maravilloso, al menos serviría para mantenerlos a salvo.
—¿Por qué me ayudaste a escapar? —la mujer, una hermosa y joven mujer de cabello rizado, de piel morena, alta y delgada se soltó de su agarre y lo encaró.
Hidran frunció el ceño.
—Un gracias sería más que suficiente.
En respuesta la joven se cruzó de brazos y arrugó su puntiaguda nariz.
—Estaba a salvo. Me hubiera deshecho de ellos en algún momento.
—Seguramente —Hidran siguió caminando, pero no llegó demasiado lejos, pues nuevamente la desconocida volvió a plantarle frente.
—Me llamo Olgha Rehjel.
—Soy Hidran —este aceptó su mano y le devolvió educadamente el saludo, pero se abstuvo de mencionarle su apellido. Entre menos lo relacionaran con la familia real, o con la familia de su padre, todo sería mejor.
—Bien, Hidran —Olgha comenzó a dar vueltas alrededor de él, inspeccionándolo y familiarizándose con su aroma. Hidran era demasiado alto, pero por fortuna Olgha tenía casi la misma estatura que él—. Tengo que admitir que me siento fuertemente impresionada por la manera en la que escapaste entre tantos túneles.