La Reina de Hordaz

20. Hidran Harolan y la bruja del pueblo (parte 3)

El hombre abrió la puerta y permitió que ella entrase primero. La vio quitarse la capa y los zapatos, sacudirse la prominente melena negra y escudriñar descaradamente el lugar. Durante la persecución de los guardias, Hidran tuvo la mala suerte de perder su bolsa con las especias y el pollo que cenaría, pero al menos dentro de la casa todavía seguía habiendo un poco de fruta y algunas galletas de avena.

—¿Este es tu hogar? Para mi gusto le hace falta un poco de color y algunas decoraciones como estrellas y cuadros.

El hombre se le quedó mirando.

—¿Podrías, por favor, no tocar nada?

—Cuando yo era pequeña me gustaba pintar. ¿Sabías que puedo hacer pintura a partir de algunas frutas?

—¿Qué se supone que vas a pintar?

—Las paredes. Este lugar necesita vida, parece un calabozo.

—Te acabo de decir que no toques nada, y eso incluye no pintar nada.

—¿Qué hay aquí?

—¡Oh, no! ¡Olgha, no abras esa puerta!

Pero una vez más, la curiosidad de la mujer la llevó a meterse en problemas. Dentro del departamento existía una habitación en la que Hidran almacenaba todas sus piezas fallidas de alfarería. Piezas que cuando la joven abrió la puerta le cayeron encima hasta derribarla en el suelo.

—Esto es increíble. ¿Te gusta crear con arcilla? Nunca había conocido a un hombre que se atreviera a trabajar con estos materiales. Normalmente la alfarería es una actividad destinada solo para las mujeres.

Hidran se arrodilló a su lado, recogió algunas de sus figuras y suspiró.

—Tal vez soy distinto de los demás. Ahora ¿qué estás haciendo?

Olgha se había arrodillado frente a él, y apoyando sus manos sobre sus propias rodillas se acercó a su rostro e inspeccionó sus llamativos ojos verdes.

—Tu mirada me recuerda al personaje de una leyenda que mi nana solía contarme cuando yo era pequeña —le dijo.

—No te voy a preguntar nada porque no quiero que me lo cuentes.

—Está bien, te lo contaré.

Hidran cerró los ojos y comenzó a cuestionarse la decisión de haberle permitido entrar.

—Cuando una estrella surcó el cielo, se creó la vida de un nuevo mundo. Un rey fue en busca de su heredero de corona; buscó en todos los países y en todos los continentes, pero por más que se esforzó, no consiguió encontrarlo. Fue una Diosa la que le susurró su nombre, le dijo que si viajaba hacia los fosos esclavistas del sur podría hallarlo. El rey la obedeció, le dio las gracias y viajó hasta el lugar indicado. Una vez allí, consiguió hallar al hombre que se convertiría en su sucesor. Lo llevó a su reino y lo convirtió en un príncipe fuerte, inteligente y educado. Lo llenó de oro y riquezas, le dio cariño y se convirtió en su padre de conversión. Tiempo después, cuando el primer rey murió, el heredero tomó su lugar y una nueva era lo abrazó. El nuevo monarca tuvo que enfrentarse a duros retos como la guerra y la llegada de un poderoso enemigo. Un cazador que torturaba criaturas mágicas como los cazadores de brujas nos cazan hoy en día a nosotros. Se dice que para proteger su reino del asesino, el rey utilizó una recitación secreta con la que pudo invocar el poder más grande y maravilloso de todos los mundos. Aquel poder fue conocido como la Gran Magia, tan poderosa y servicial como el cielo mismo.

Hidran se le quedó mirando, más preocupado que antes.

—Interesante… historia. Supongo.

—Mi nana dice que fue real.

—¿Ah, sí? ¿Y tú qué piensas?

—Que los vampiros sí existen, solo que se encuentran aislados de nuestro mundo para que nadie los perturbe —dicho esto, la joven se sacudió su falda y se puso de pie. Tenía hambre, así que fue directo a la mesa para destapar el bote de las galletas. Después de haber cogido un par de ellas, se arropó en uno de los pequeños sillones. Quizá Cuchillo Negro no era el mejor lugar para vivir, pero de noche sus vistas eran hermosas—. Así deberíamos ser nosotros, ¿no te parece?

—¿Hablas de convertirnos en vampiros?

—No. Me refiero a tener nuestro propio mundo para que nadie nos perturbe. Un lugar para ser felices y vivir sin miedo.

Hidran dejó las piezas de arcilla que ya no le servían dentro de un bote de basura y después se sentó cerca de ella. Olgha tenía los pies ocultos dentro de sus faldas para que no se le congelaran. A la luz de las farolas su cabello oscuro brillaba majestuosamente y sus ojos negros parecían haberse convertido en dos pozos sin fondo.

—¿Qué hay de Circe?

Olgha suspiró mientras remolía la galleta.

—Circe ya no es un lugar seguro. No desde La invasión del IV.

—¿La invasión del IV?

—Sí. No me digas que no sabes de qué te estoy hablando. Hidran, eres un brujo, se supone que perteneces a la Colonia de Brujos Circeos.

Pero en respuesta, este agachó la mirada.

—Nací y me crié en Kair Rumass.

—¿De verdad?

—Muchas veces intenté preguntarles a mis padres sobre mi origen, pero nunca me lo quisieron decir.




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