—No debiste haber tenido piedad con ellos.
—¿Y agrandar el problema? Suficiente tuve cuando una docena de ellos comenzaron a perseguirme. Por suerte un apuesto y caballeroso brujo llegó a mi rescate.
La joven se estiró, se limpió las migajas de sus labios y bostezó. Estaba agotada, pero Hidran no deseaba que aquello se terminase. Todavía tenía muchas preguntas para hacerle. ¿Cómo era Circe? ¿Qué se sentía al utilizar libremente la magia? ¿Por qué aquel anillo era tan importante? ¿Cuál era la historia de La invasión del IV? Pero cuando estaba a punto de pasar a la siguiente pregunta, el sonido de varias botas y el murmullo de lo que parecían ser guardias, provocó que Olgha se pusiera de pie y comenzara a temblar.
Hidran supo de inmediato de quién se trataba, pero prefirió esconderla y que nadie, absolutamente nadie, supiera que esa mujer se encontraba en su casa.
—Dame la mano.
—¿Quiénes son? ¿Son peligrosos?
—Son guardias.
—¿Guardias? No pensarás…
—Sé que me conoces apenas hace dos horas, pero confía en mí. Ocúltate aquí, y por favor no salgas hasta que yo te lo pida —tomándola de las manos, Hidran la ayudó a entrar en un gran cofre de madera con el tamaño suficiente como para esconder el cuerpo de un hombre rechoncho. La introdujo en el interior, le entregó sus zapatos y de inmediato bajó la tapa.
Un segundo más tarde, el rey Hiluzan abrió la puerta y entró al departamento.
—Hidran —le dijo mientras lo inspeccionaba.
—Qué adorable visita. Largo de aquí.
—Buenas noches, Hidran —la segunda persona en arribar al lugar fue la hermosa reina de Hordáz, Arkansa Barklay.
—Tu cucaracha se ha escapado de tu castillo, Arkansa, y al parecer ahora ha entrado a mi casa.
Sus palabras causaron que la reina estallara en carcajadas.
—¿En dónde está? —escupió el rey apenas su mujer dejó de reírse.
—¿Quién?
—La bruja.
Desde el interior del cofre, Olgha intentaba serenar su corazón.
—¿De qué bruja me estás hablando?
—Querido —la reina intervino—, recuerda que acordamos tratar el tema delicadamente. ¿Me dejas hablar a mí?
Hiluzan suspiró.
—Está bien, habla tú.
—Hidran —la reina se dirigió hacia su cuñado—, la Gran Capilla ha informado que esta tarde intentaron detener a una mujer acusada de brujería. Al parecer estaba intentando dañar la imagen de nuestro Gran Santo Rojo cuando dos guardias la descubrieron.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Creemos que, tal vez… te buscó para protegerse.
—¿Por qué? ¿Porque tengo magia?
Arkansa sabía la verdad, pues al igual que Olgha, la reina había sentido el impresionante poder que se hallaba en el joven. Hordáz estaba pasando tiempos complicados; la religión intentaba ganar terreno y los aspirantes a convertirse en Obispos eran educados duramente y bajo ideologías que comenzaban a rayar en la dictadura. Y no solo eso, pues ahora también los soldados que protegían a la capilla se estaban convirtiendo en una especie de cazadores sin alma y sin pensamiento propio.
—No busco ofenderte, Hidran.
—¿Entonces por qué piensas que esa supuesta bruja está aquí?
—No es supuesta, atacó a uno de los guardias con magia y le quemó el rostro. El hombre ha sido enviado a un médico, pero los informes no son alentadores. Se cree que puede perder el ojo derecho.
«Tuvo suerte al sobrevivir».
—Lamento destrozar tus ideas, Arkansa, pero la bruja no está aquí.
—Hidran, sabes que si me la entregas no la enviaré a ejecutar. Necesitamos sacarla de Hordáz antes de que la Gran Capilla la encuentre, porque si lo hacen, ellos sí querrán quemarla. Si de verdad te importa proteger a las personas con magia, dime en dónde está.
Hidran se puso de pie. Mirando hacia el cofre pensó en la enorme razón que guardaban las palabras de la reina. Arkansa era la única persona que podía sacar a Olgha de Hordáz sin que corriera ningún peligro. Porque si decidía quedarse con ella, ambos corrían peligro de ser descubiertos y asesinados en las hogueras.
El hombre contempló en silencio el cofre, lo pensó un par de segundos y finalmente suspiró derrotado.
—Está bien. Si la llego a ver, te la entregaré.
En el interior de su escondite, el corazón de Olgha pudo volver a latir.
—Gracias —pero cuando la reina le sonrió, extrañamente sus ojos se llenaron de lágrimas—. Hazlo por ella, para salvarla. Hidran, sí sabes que cuentas con nosotros para lo que sea, ¿verdad?
Pero en respuesta, el sujeto frunció el ceño. La actitud de su cuñada siempre había sido empalagosa y tierna, pero aquello ya sonaba exagerado.
—¿Qué te pasa?
La reina sujetó sus manos entre las suyas y se las llevó al vientre.