Edian se paró en la gran entrada del pueblo. El lugar ya era un caos, había casas quemándose, carpas destrozadas y soldados que descansaban tranquilamente sobre los restos de algunas cajas viejas. Al verlo, los hombres se levantaron, se acercaron a él y entonces estallaron en risas. El rostro de Edian estaba cubierto de lágrimas. Estaba llorando, pero no porque sintiera miedo o arrepentimiento, sino porque era un sentimiento que venía de la espada. Aquella arma se había quedado con sus lágrimas, pero pronto ganaría la sangre de los invasores.
—Carver —susurró.
—¿Qué dijiste? —los soldados le apuntaron con sus espadas, pero cuando intentaron lastimarlo, inexplicablemente el acero se dobló.
—¿Qué demonios…? —un rugido bestial azotó el cielo, las nubes se revolvieron y los rayos iluminaron los campos.
—CARVER —repitió el brujo—. Circe, Angélica, Rowan, Valerie, Edian, Regina. Nuestras iniciales forman su nombre. CARVER. Nosotros somos la magia… y ahora él también lo es.
La tierra comenzó a sacudirse, detrás de ellos las pequeñas lomas se levantaron y el polvo los envolvió como una ola gigante de neblina. Las rocas se movieron y de pronto el suelo se partió, una ala enorme salió de su interior, después apareció un par de cuernos, una cabeza y otra ala. La criatura abrió sus enormes fauces, rugió y se elevó hacia el abismo del firmamento. Desde las alturas su hocico soltó un mortal torbellino de fuego negro que arrasó con los campamentos de las Rumass. Los soldados comenzaron a correr por sus vidas.
Daghmar había despertado. Del suelo había emergido un impresionante dragón de escamas grises, plumaje reluciente y cuernos dorados. Él era el espíritu de los Circeos, era su corazón y su alma. Aquella espada era la creación en el corazón de la brujería, y la verdadera corona que arrodillaría a las cuatro grandes naciones ante una pequeña tierra mágica.
Era la cuarta vez que Olgha le contaba la historia a Hidran, y no importaba cuántas veces lo hiciera, le seguía pareciendo la narración más triste, deprimente y frustrante que había escuchado en toda su vida. Quizá porque una parte de él, la parte de ser brujo, se conmovía por todos sus iguales que fallecieron en aquella época. Y tal vez porque siempre que la contaba, a Olgha se le llenaban los ojos de lágrimas.
Hidran pasó su cálida mano sobre la espalda desnuda de la mujer. Olgha yacía sobre él, los dos acostados en la cama, cubiertos únicamente por las suaves sábanas de algodón mientras ella le rodeaba el cuello con sus manos. Habían pasado casi ocho meses desde que Hidran y Olgha se conocieron, y aunque evitaron por todos los medios llegar a tener un contacto cercano e íntimo, lo cierto es que terminaron enamorándose. Hidran había visto cien noches estrelladas en sus ojos, el sonido del océano en su risa, la belleza de la seda en su baile y la oscuridad perpetua en su cabello. Durante semanas se repitió no sentir nada por ella, pero cada vez que bailaba, sonreía y le ayudaba a terminar sus jarrones de arcilla, el brujo la iba queriendo un poco más. Finalmente se convenció lo enamorado que estaba cuando, en lugar de recriminarle por pintar las paredes, se puso a pintar con ella.
—No llores, amor —le dijo él.
—Me duele pensar en todo lo que pasó. No lo vi, no estuve ahí, pero muchos de mis antepasados murieron a manos del ejército de Kair Rumass.
—¿Qué pasó después?
—El dragón mató a la mayoría de los soldados, y los que sobrevivieron lograron huir en sus barcos. Dos días después, Sveinn Bálder IV falleció por todas sus heridas y un nuevo Emperador tomó su lugar. Ahora repetiré la frase que todos los países le dijeron a mi tierra cuando esta pidió su ayuda. Se lo tenía merecido.
—¿Dónde crees que esté la espada?
—Nadie lo sabe. Después de que el ejército se marchara, Daghmar se alejó hacia las montañas, Edian desapareció junto con la espada y jamás los volvieron a ver. En aquel tiempo se presume que los cinco brujos que la conjuraron rondaban los cuarenta años de edad, así que quizá para estas fechas ya ni siquiera existan los restos de sus huesos.
—¿Crees que todo sea cierto?
—Pienso que sí. Pero en todo caso, si alguien la tuviera en su poder, no podrían activarla a menos que provengan de un linaje Arcano, el cual ya está extinto.
—¿Ya no existen los Brujos Arcanos?
—No. De por sí era un linaje muy extraño y poco conocido.
La mujer le dio un último beso, se puso un camisón negro para cubrir su cuerpo desnudo y cogió su godete de pintura. El crear imágenes la calmaba, y justo ahora estaba terminando un hermoso mural de Kerdos azules. La futura reina de Hordáz había nacido; hermosa y saludable como la madre. Y aunque Hidran la había visitado un par de veces desde que nació para llevarle juguetes, ropa y jugar un poco con ella, Olgha deseaba pintar algo para que él se sintiera más cerca de su sobrina.
—Ve el lado bueno —Hidran también se puso uno de los camisones, se puso de pie y después la abrazó por la cintura—. Ya no hay peligro de que controlen a los dragones.
Pero eso no era del todo cierto, y Olgha se sabía la historia.
—Están los amuletos.