La Reina de Hordaz

21. Creación en el corazón de la brujería (parte 3)

El robo se llevó a cabo una mañana lluviosa de Febrero. A nadie le gustaba mojarse, nadie quería traer los zapatos llenos de barro ni arriesgarse a contraer un resfriado, fue por eso que Hidran y Olgha aprovecharon la amargura del clima para acudir a la Gran Capilla y entrar sin que nadie se diera cuenta.

Las leyendas de Circe se propagaron por toda Zervogha, en poco tiempo los demás países conocieron una pequeña parte de la verdadera historia, y he de decir pequeña porque a Kair Rumass no le convenía que se supiera toda la verdad, sobre todo que ellos eran los responsables de invadir la Colonia de Brujos y masacrar a los habitantes. Muchos fragmentos se perdieron con el tiempo, las verdades fueron modificadas y el pasado fue enterrado en lo más profundo de la tierra. Tiempo después sí se conoció la existencia de una espada encantada, pero nunca se mencionó cuál era la llave para activarla.

—Vamos, date prisa y no hagas ningún ruido.

—¿En dónde fue que viste el anillo por última vez?

—Allá —Olgha señaló la vitrina de cristal que protegía la imagen de Ghirán, el Santo Rojo tallado en madera—. ¿Ves la cruz que cuelga de su cuello y desciende hasta su pecho? Esa gema roja del centro es parte del anillo.

—¿De verdad? ¿Cómo demonios sabes eso?

—Porque la puedo sentir. Siento la energía que brota de ella. ¿Tú no la sientes?

—Pensé que era miedo.

—Hidran, los brujos podemos sentir cualquier fuente de magia por pequeña que sea. Andando, antes de que alguien nos vea.

Los dos rodearon la mesa sagrada, subieron los pequeños escalones y finalmente consiguieron llegar a la enorme vitrina de cristal. Con la ayuda de una pequeña daga consiguieron arrancar todos los diminutos tornillos que la cerraban, y cuando la tapa botó ligeramente hacia arriba, Hidran introdujo sus manos hasta alcanzar la figura de madera y jalarla hacia él.

—Intenta desprender el anillo.

Olgha clavó la punta de su cuchillo en el pecho de la imagen y comenzó a retirar los bordes de madera. Su frente sudaba, sus manos temblaban y su corazón casi parecía brincarle a través de la garganta; cuando de repente el anillo salió disparado y rebotó un par de veces en el suelo.

—Maldición. Hidran, ve por él, yo trataré de cerrar esta cosa.

El brujo la obedeció, soltó la imagen de Ghirán y corrió por el anillo, pero apenas lo sujetó entre sus manos, el amuleto desprendió un humo verde que flotó alrededor de su cuerpo.

—No puede ser verdad… —Olgha estaba severamente sorprendida.

—¿Qué pasa? ¿Qué, por qué está pasando esto?

—Hidran… eres un Brujo Arcano.

—¡¿Qué?!

Olgha dejó de lado la vitrina, guardó su daga en el cinturón de su falda y se acercó a su pareja.

—Las cosas mágicas responden a los Circeos, pero esto va más allá de la respuesta normal. Tu poder es increíble y el anillo lo sabe.

—¿Eso es malo?

—No, de hecho es… Hidran —la joven sonrió, le agarró las mejillas con sus dos manos y lo besó—, si encontrásemos la espada Carver tú podrías activarla. ¡Eres un Brujo Arcano! ¡Hidran, eres uno de los brujos más poderosos que existen en el planeta!

—¡Abominación! —el grito de una mujer interrumpió su felicidad. Cuando Hidran y Olgha voltearon hacia el marco de la entrada, vieron el rostro aterrorizado de una anciana.

—¡Corre! —Olgha le arrebató el anillo para que el humo de la magia se disipara.

Las campanas de la Gran Capilla comenzaron a sonar, los guardias salieron corriendo, y allá, en el dormitorio de los presbíteros, un hombre joven y de gesto arrogante, se asomó a la barandilla de su habitación para presenciar lo que estaba sucediendo. Froilán no pasaba de los treinta años, pero ya contaba con una larga carrera sacerdotal que seguiría escalando hasta conseguir su objetivo; postularse para el nombramiento de Obispo y que la Gran Capilla se adueñara enteramente de las creencias de Hordáz. Quizá en ese momento nadie lo sabía, pero Froilán tenía una cierta aberración hacia todo lo mágico, y deseaba que cuando él obtuviera la sotana del Obispo, Hordáz se convirtiera en el peor enemigo de los Circeos.

Hidran y Olgha seguían corriendo. Sin perderse de vista mutuamente bajaban escalones y atravesaban muros hechos con puras enredaderas muertas, pero esta vez los guardias parecían haberse multiplicado.

—Salgamos por la… ¡Aaaaah!

—¡Olgha! —Hidran intentó sujetar su mano, pero antes de poder hacerlo, uno de los Caballeros Rojos lanzó su cuerda y consiguió enlazar el cuello de la mujer.

El hombre tiró de ella, hizo que el cuerpo de Olgha rodara por el suelo y sus brazos se llenasen de raspones. Pero por supuesto que eso no era lo único terrible. La reata la estaba ahorcando. La bruja se retorció, intentó controlar su magia en la punta de sus dedos y cortar el amarre, pero entre más lo intentaba, más perdía enormes cantidades de aire.

Una furia desarmada se apoderó de Hidran y sus ojos verdes brillaron como una bestia sobrenatural. Corrió hasta el hombre y sin que este se lo esperara, lo cogió del cuello. El guardia comenzó a gritar, pero antes de que pudiera moverse, su piel se arrugó, sus ojos saltaron de sus cuencas y su lengua se partió a la mitad. Había muerto. Meses de putrefacción se redujeron a solo segundos, y cuando Hidran fue capaz de darse cuenta de lo que había hecho, Olgha ya se había desatado.




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