La Reina de Hordaz

22. El miedo precede a las mentiras (parte 1)

25 AÑOS ANTES

La puerta de doble hoja se abrió cuando Froilán entró a la cámara de reuniones. Con el mentón altivo, los ojos recios y un enorme papel enrollado bajo el brazo, el joven sacerdote desfiló entre los demás presentes hasta el lugar que ocupaba el Obispo y realizó una reverencia.

—Señores del consejo, ofrezco disculpas por presentarme a esta hora. Por algún motivo que desconozco, no fui comunicado para la sesión.

Los hombres de las demás sillas lo miraron con recelo. Había exactamente dos asientos a la derecha, dos a la izquierda, y a la cabeza de todos, el trono mayor: una hermosa silla de madera con labrados de plata. Los asientos eran ocupados por el líder del grupo religioso de feligreses, un diácono, dos sacerdotes y por supuesto el Obispo, la mayor autoridad de la gran Capilla.

—Es un gusto tenerlo de nuevo entre nosotros, Padre —el Obispo le dedicó una tierna sonrisa, lo invitó a sentarse y regresó su atención hacia los demás.

—Es una terrible noticia —el líder de los feligreses acunó la palabra—. El día de ayer nuestra Gran Capilla fue el centro de la más grande infamia. Una fiel creyente que acudía a brindar una ofrenda de rezos a nuestro amado Ghirán, descubrió a dos brujos atentando contra la estabilidad de nuestras creencias, y no conformes con eso, sino que también tuvieron la bajeza de asesinar a uno de nuestros guardias. El asesinato es el peor pecado que nuestra religión persigue. ¡No podemos seguir así!

—Lo peor de todo —agregó el diácono—, es que no se les pudo castigar como era debido. Ambos huyeron cuando nuestros Caballeros Rojos los comenzaron a perseguir.

El Obispo se reacomodó sus lentes sobre su arrugada y pecosa nariz. El hombre ya era muy viejo y tenía pequeños temblores en las manos causados por la edad y el reumatismo.

—Enviaremos a pegar carteles con sus rostros en todos los callejones.

—¿Alguien pudo verlos? —preguntó el sacerdote.

—Pediremos a la anciana que describa sus rostros —apuntó el líder.

—Yo opino que todos los hombres del pueblo salgan en su búsqueda. Esos dos seres son un peligro para las familias —agregó el diácono.

—Señores, señores —Froilán fue el siguiente en hablar. Se miraba confiado y decidido, sobre todo cuando cogió su lámina de papel y se plantó en el centro del pasillo—. No quiero que vayan a malinterpretar mis palabras, ni mucho menos que piensen que estoy en contra del sistema de entrenamiento que hasta el día de hoy la Gran Capilla ha brindado a sus guardias. Pero sí me gustaría que prestaran atención a mis palabras y me permitieran expresar mis ideas.

—¿Sus ideas nos ayudarán a ponerle fin a esos dos escurridizos brujos? —el diácono apoyó su codo sobre el reposabrazos de la silla y concentró su mirada en el joven.

De todos los presentes en esa cámara, Froilán era el hombre con menor edad. Quizá por eso consideraban sus opiniones como algo sin importancia.

—Vamos ya —el Obispo se aclaró la garganta—, déjalo que hable. ¿Qué tiene para decirnos, Padre?

—Hoy, señores del consejo, les vengo a proponer un sistema de entrenamiento que pondrá un fin a tantos ataques y ofensas. Como ya todos saben, los encargados de resguardar a la Gran Capilla son la Orden de los Caballeros Rojos, sin embargo, por qué no agregamos un escalón más a dicha Orden. Por qué no tomamos una parte de esos caballeros, la mejor, y los transformamos en unas armas letales, unas armas que podrían exterminar a cualquier criatura que reniegue de nuestras creencias.

—¿Habla de experimentar con nuestros guardias?

—Nada de eso, señor líder, sino más bien, crear desde cero un grupo determinado de cazadores que no tengan piedad ni que se cuestionen a la hora de asesinar a esos demonios. Vean lo que sucedió con el guardia que fue hallado muerto. Seguramente uno de esos brujos lo mató y él no pudo defenderse porque no supo cómo hacerlo. Eso es lo que quiero evitar; que hombres ignorantes se presenten ante nosotros y pregonen cuidarnos cuando ni siquiera saben hacerlo. Esto que les estoy proponiendo nos servirá de mucho.

Froilán desplegó su lámina, y en ella apareció, dibujado con carboncillo, el prototipo de una armadura. Para no ahondar en detalles, aquel traje era el que tiempo después Las Gárgolas comenzarían a utilizar.

Froilán continuó:

—Los llamaremos Las Gárgolas, y estos soldados pondrán un fin a las burlas de los seres con magia.

Un incómodo silencio azotó la sala, y no se desvaneció hasta que el diácono decidió hablar.

—Suena interesante, pero… yo no veo mucho avance en su plan. ¿Qué diferencia habría entre el entrenamiento que ya de por sí llevan nuestros Caballeros Rojos, al entrenamiento que usted está planteando?

—Una muy grande. Los Caballeros Rojos son soldados dispuestos a resguardar la seguridad de la Gran Capilla, de nosotros y de los fieles. Pero no tienen esa crueldad que los seres con magia necesitan. Nuestros Caballeros son débiles. Lo que nosotros necesitamos es una Orden que no le tenga miedo a nada, que incluso si se les da la orden de terminar con sus propias vidas, entonces lo hagan.

—¡Mentira! —el sacerdote levantó su voz—. Lo que nosotros necesitamos es que se prohíba la Feria del Viento. ¡Esa festividad pagana que le abre las puertas todos los años a los Circeos debe terminarse!




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