La Reina de Hordaz

23. Amenaza naciente (parte 1)

El día del viaje se llegó. En un par de horas, el barco bautizado como La Doncella, estaría zarpando hacia un rumbo desconocido y peligroso. Por fortuna la Gran Capilla se creyó la historia que Arkansa les había contado, aquella en la que se dirigían hacia Jolwall en busca de nuevos cargamentos de tela. Hidran y Olgha se estaban despidiendo, alejados del pueblo y ocultos detrás de una enorme cantidad de árboles, la pareja reincorporaba antiguos recuerdos para poder afrontar el futuro incierto que les esperaba.

—¿Cómo sé que volveré a verte? —por fin la joven quebró toda su fuerza y se aferró al cálido pecho de su amado.

—No me voy a la guerra.

—Nuestro plan es mucho peor que la guerra.

—Olgha…

—¿Estás consciente de lo que vamos a hacer? Obligarás a tu hermano a entregarte la corona. ¿Qué va a pasar si se niega, o te reta a un duelo a muerte?

—Entonces lo mataré.

—Hidran…

—¿Sabes de qué me di cuenta la última vez que estuve con Hiluzan? Que me mira exactamente como me miraba mi madre.

—Tu madre…

—Detestaba la magia, y por ende me detestaba a mí. Aunque Hiluzan se aferre a la idea de quererme por ser su hermano, aunque niegue su repulsión hacia la magia y hacia los brujos, el odio de nuestra madre corre en sus venas. Debiste ver su rostro cuando le hablé de la conversación que mis padres tuvieron justo antes de enviarnos a este país. Hiluzan nunca me lo ha dicho, pero en el fondo siempre me culpó. Nuestros padres nos alejaron de casa, de todos los sitios a los que estábamos acostumbrados, de las personas que conocíamos, incluso de nuestro apellido. Hidran perdió más cosas que yo; el cariño de mamá, el orgullo de papá, su colegio, sus tardes retozando en los ríos con sus amigos… Básicamente por mí le quitaron todo. Quizá, una parte de él por eso se esforzó en conquistar a la princesa. Para recuperar un poco de la dignidad que le arrebaté.

—Tú no tuviste la culpa, Hidran, eras solo un niño. Un niño al que sus padres no supieron entender ni darle su lugar. No eres culpable de sus errores, y si Hiluzan no puede entenderlo, es su problema, no el tuyo.

—Mi hermano no lo cree así. He vivido toda mi vida escondiéndome, reprimiendo mis sentimientos y mi poder por miedo a que me quemen en una hoguera. Estoy harto de los crímenes de odio. Cansado de negar mi verdadera naturaleza, porque cuando lo hago, siento que muero un poco más. Quiero libertad, Olgha, y si para ello tengo que pasar sobre quienes llevan mi sangre, lo haré sin pensar en las consecuencias. Por primera vez, quiero que el mundo me tema, en lugar de temerle yo a él.

Olgha subió sus brazos hasta rodearle el cuello. Quería sentirlo más cerca de ella, de su corazón y de su alma. Lo abrazó y besó como si fuese su despedida y como si su mundo comenzara a desmoronarse bajo sus pies. Lo amaba, en verdad que lo amaba.

—Mira hacia allá —Hidran le sujetó las mejillas, le limpió las lágrimas y señaló un punto específico en el cielo. A pesar de ser de día y de que el sol estaba brillando, una inusual y solitaria estrella palpitaba con fuerza en medio de las nubes blancas. —Olgha —Hidran la miró—, podrás ver esa estrella sin importar que sea de día o de noche. Nunca dejará de brillar, y si lo hace, entonces sabrás que estoy muerto. Quiero que si me pasa algo, huyas y no mires atrás. Olvídate de buscarme, olvídate de todo lo malo y solo conserva nuestros buenos momentos.

—No me digas eso, por favor.

—Si nuestro plan se viene abajo, pero logro sobrevivir, igual quiero que escapes. No quiero que los Caballeros Rojos te encuentren, porque si lo hacen, no dudarán en quemarte en una pira. Si yo sobrevivo, ten por seguro que iré a buscarte.

—¿Cómo sabrás en dónde encontrarme?

—Te buscaré. No me importa que me tarde años, yo te encontraré.

—Y a mí no me importa que esos años pasen. Jamás buscaré remplazarte. Te esperaré aunque nos toque encontrarnos en nuestras próximas vidas.

Hidran le besó las manos y las mejillas. Era momento de marcharse.




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