El trayecto hasta Circe se mantuvo en calma. Toda la luz del sol caía sobre la nave desde estribor y dejaba entrever divertidos tonos entre azules y morados. Hidran miraba a través de la pequeña ventana de su camarote, y aunque no se había subido en un barco desde hacía años, cuando su madre lo sacó de Kair Rumass para enviarlo a Hordáz, se sentía como si todo aquello le resultara extrañamente familiar.
Después de varias horas de viaje, y bajo un clima sofocante, La Doncella atracó en el puerto principal de Circe. Cuando la reina Arkansa puso un pie fuera del barco, una sensación de vértigo amenazó su estabilidad. Se sintió mareada, los oídos le zumbaron y su rostro palideció.
—Querida, ¿estás bien? —Hiluzan la apoyó en su brazo.
—Estoy bien, quizá solo sea un mareo de alta mar.
«Libérame, por fin estoy en casa». Dentro de su cabeza, una voz nada conocida la hizo estremecerse.
Algunas mujeres, indudablemente brujas, acudieron a su encuentro. Saludaron a la reina y le dieron la bienvenida al resto de sus acompañantes y marinos. Las mujeres llevaron a los dos reyes, y al familiar de estos, hasta un pequeño carruaje, en donde los ayudaron a subir y concedieron el permiso al cochero para que fustigara a los caballos y estos avanzaran. El traqueteo de las llantas hizo que las voces dentro de la cabeza de Arkansa mermaran, sin embargo, la reina ya no pudo mantenerse serena. Una fuerza extraña palpitaba en su pecho, confirmándole lo que muchas veces en el pasado ella había intuido. Miró a Hidran, y una vez más se agradeció por tener la brillante idea de llevarlo consigo.
Hace un mes exactamente, Arkansa había recibido a Hidran en su despacho, le había mencionado sobre las supuestas negociaciones que planeaba hacer con los Circeos y sobre su deseo de que fuera él quien la acompañara.
—Quiero llevarte como una advertencia de paz. Escuché que los Circeos son capaces de sentir la magia…
—Y la magia corre en mis venas.
—Si llegamos contigo, tal vez acepten recibirme y negociar…
Había sido la conversación, sin embargo, las respuestas de la reina no habían sido del todo sinceras. Arkansa sabía que algo no andaba bien con ella: que tenía sueños extraños, que podía mover pequeñas cosas con el pensamiento y que las llamas del fuego ardían más altas y fuertes cuando era ella quien las encendía. Se había negado aquella posibilidad, se había sentido desilusionada y a la misma vez aterrada por engendrar un poder que no sabía si podía controlar, o si la volvería su títere. En el fondo, la reina siempre supo la verdad. Su madre fue una gitana, una mujer que viajó alrededor de Zervogha conociendo gente, danzando y bebiendo en las tabernas mientras se divertía. Pero, ¿de dónde era realmente la reina Analís? ¿Acaso tendría sus orígenes en Circe? Bueno, pues el miedo que precedía a la respuesta había sido el culpable para que Arkansa planeara llevar a Hidran. Los Circeos son capaces de sentir la magia… Si llevo a Hidran conmigo, entonces confundirán mi magia con la suya, y así nadie sospechará que soy una… bruja.
El carruaje dio un salto, lo suficientemente fuerte como para sacar a la reina de sus pensamientos.
—Hemos llegado —un apuesto joven les abrió la puerta del carruaje.
La reina bajó siendo flanqueada por su esposo y su cuñado. Los tres avanzaron hacia el interior de una hermosa residencia en donde dos nuevas mujeres los recibieron, pero sin mostrar ninguna otra reverencia aparte de una tierna sonrisa.
—Se me hace una increíble falta de respeto que te traten así. Eres la reina de la tierra más próspera, mínimo te deben una inclinación de respeto —Hiluzan susurró sobre el hombro de su esposa.
—¿De verdad crees que harán eso? Soy la reina de la tierra que castiga sus creencias y libertades con la muerte. Agradezco que me estén tratando bien en lugar de torturarme.
—Majestad —una tercera mujer, de un poco más edad que las otras dos, llegó a su encuentro—. Es un gusto poder recibirla. Bienvenida al pabellón de la Cámara Dorada. Acompáñeme por aquí, por favor —pero antes de que Hiluzan e Hidran pudieran dar un solo paso, la bruja levantó su mano—. Sola.
—Eso sí que no —Hiluzan se pegó al cuerpo de su esposa—. A donde ella vaya, nosotros la seguiremos.
—Encubrir tu falocracia bajo el velo de la protección debería ser considerado un acto vulgar. Incluso para un rey —le espetó la bruja.
—Ellos han venido para protegerme —Arkansa todavía pudo recurrir a la poca valentía que le quedaba—. Nunca intentó faltarles al respeto.
—Una cosa es protección, joven reina, y otra muy diferente fingir para impresionar. Somos brujos, ¿cuánto tiempo cree que nos tomaría despedazar a su consorte utilizando nuestras artes negras? ¿Aun te crees capaz de protegerla, rey?
—Hiluzan, estaré bien —Arkansa se giró hacia su marido.
—No te voy a dejar sola. Podrían lastimarte.
—Créeme que si esas fueran sus intenciones, ya lo habrían hecho. ¿Recuerdas lo que te dije hace unas semanas? No siento que quieran lastimarme.
—Por Ghirán, ¿cómo puedes estar segura de eso?
«Porque yo siento lo que ellos sienten. Soy como ellos. Soy una de ellos».