La Reina de Hordaz

23. Amenaza naciente (parte 3)

Cuando la mujer abrió la puerta, una hermosa habitación, decorada con las más finas ornamentaciones, quedó revelada ante sus ojos. Y allí, en una colosal y acojinada cama de sábanas de seda, se hallaba un avejentado anciano de nariz respingada, barba blanca y cabello rizado.

—Arkansa, ven aquí —el viejo habló con voz ronca.

Los ojos de la reina bailaron de terror y no le quedó más que buscar amparo en el rostro de su guía.

—No tenga miedo, Majestad. Él no planea hacerle daño.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere?

—Despedirse.

—¿Despe…? —pero la mujer ya se había marchado.

«¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!» Gritaban las voces.

Arkansa caminó hasta él. Recelosa, lo escudriñó con la mirada y finalmente se sentó en el pequeño banquito de madera que había junto a él.

—Ah… ¿Hola?

—Pensé que no viviría para ver este momento —el anciano le dedicó una sonrisa mellada.

—Eh… ¿Se encuentra muy mal?

—Quizá muera en los siguientes días.

—¡Por Ghirán! ¡Qué horror! ¿No hay nada que se pueda hacer para ayudarlo?

—Querida mía, no estoy muriendo de enfermedad, sino porque el ciclo de la vida por fin me ha entregado la bandera roja. Quiere que pare, y yo deseo obedecerlo.

Y desde que entró, la reina por fin pudo verlo con ternura.

—Me han dicho que quería hablar conmigo.

—Es cierto, pero no lo haré hasta que entiendas el pasado.

—¿El pasado? ¿A qué se refiere con el pasado?

—Esas voces en tu cabeza están felices de regresar a casa.

«Libérame, por fin estoy en casa

«No temas, estamos en casa».

«¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!»

—Cómo es que… sabe de esas voces. ¿Son reales?

—Solo si tú quieres creerlo.

—No estoy entendiendo nada. ¿Para qué me ha pedido que viniera?

—No te diré nada hasta que entiendas el pasado.

—¡¿Cuál pasado?!

—No te alteres, Emilia. Escucha a las voces.

—No las puedo escuchar, solo aparecen por momentos.

—Entonces déjalas entrar. No tengas miedo, no van a lastimarte.

Arkansa cerró los ojos, respiró un par de veces y se concentró, pero las voces no aparecieron hasta que dejó de sentir miedo. De pronto, ya no eran solo gritos sin sentido que azotaban su pensamiento, sino una voz dulce, clara y directa que comenzó a narrarle una historia.

Fueron cuatro generaciones: Edian, Séfora, Thalí y Analís. Tres generaciones que desfilaron ante los ojos de Arkansa como si ella misma los hubiese visto crecer. Desde el valiente caballero que desterró a sus enemigos controlando a su impresionante dragón, hasta la pequeña hija que dejó cuando él y sus cuatro compañeros se reunieron en el viejo molino para crear el arma más poderosa de la historia. Después y cuando Séfora, la hija de Edian, creció, se casó y engendró un pequeño niño de preciosos ojos verdes que más tarde se convertiría en un apuesto y fuerte varón de nombre Thalí. El joven que se unió a la travesía de los gitanos, que viajó con ellos por el mundo y conoció muchas culturas hasta que se enamoró de una preciosa mujer, con la cual concedió una hermosa hija. A esta pequeña la llamaría Analís, quien viviría con ellos, hasta que un día decidió forjar su propio camino embarcándose en un peligroso viaje hacia las tierras de Hordáz, en donde tuvo la fortuna de conocer y enamorarse del apuesto príncipe Isak Barklay. Arkansa recordó aquella historia, la hermosa narración que su madre solía contarle todas las noches antes de dormir. La historia que le hablaba de un valiente caballero que cogió su espada mágica, y con la ayuda de su impresionante dragón, desterró a los villanos que intentaban destruir su tierra. Una historia de hechos reales.

—Eres tú —la reina abrió sus ojos de golpe—. Edian.

El brujo le sonrió.

—Tú eres el caballero.

—Te disfrazaron la realidad, Emilia, no fui un caballero. Soy un brujo Arcano.

—Entonces la historia que mamá solía contarme… ¿Fue real? ¿Fue una guerra que azotó Circe?

—Una guerra causada por el antiguo Emperador de Kair Rumass.

—El dragón…

—También fue real.

—Perdón, pero esto es… imposible. Tú entonces deberías tener...

—¿Mas de cien años? Los tengo. De todos los brujos que participaron en la creación de la Espada Carver, yo fui el único sobreviviente. La espada me dio el poder para desterrar a todos los soldados que nos estaban haciendo daño, pero me castigó con una larga existencia que por suerte está llegando a su final.

—En la historia, mamá decía que te perdiste.

—Tuve que hacerlo. No quería que los Rumass regresaran e intentaran capturar a Dahgmar.

—El dragón Circeo.




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