La Reina de Hordaz

24. Una alta condena a cambio de un acto de fe (parte 1)

Era la cuarta taberna que Hidran se veía forzado a abandonar. Las jóvenes que se hallaban trabajando de meseras no paraban de encimársele y pasarle tragos de una cerveza que sabía a rancio, pero ojo que no fue por esto que estaba huyendo de la taberna, sino porque uno de los clientes lo había intentado golpear tras confundirlo con un fulano que le debía dinero. Hidran estaba harto, había ido de bar en bar tratando de conseguir un poco de información, pero cada vez que preguntaba o hacía referencia a los arcanos, las personas que se hallaban a su alrededor estallaban en carcajadas y gritos de burlas. Al parecer las nuevas generaciones de Circeos también pensaban que los cinco brujos y la espada Carver eran solo un viejo mito.

Derrotado regresó al campamento que los marinos de La Doncella habían levantado en el puerto. Por suerte Hiluzan y Arkansa ya se encontraban ahí, preparando los pesados cargamentos de acero y entregándole instrucciones al capitán para antes de zarpar.

—Vaya, conseguiste que los Circeos aceptaran sus negociaciones.

—¿En dónde estabas, Hidran? Apestas a cerveza.

—El trato implicaba discreción, querida Arkansa.

—Sube al barco y duerme un poco. Zarparemos mañana al amanecer.

Hidran la obedeció. Estaba demasiado cansado y molesto como para discutir. Pero por más que lo intentó y su cuerpo dio vueltas en la diminuta cama, un terrible latido perturbaba su cabeza. Al principio pensó que aquello se trataba de la magia que fluía alrededor de toda la isla, incluso de las pequeñas dríadas que se perseguían en los árboles de afuera. Pero qué equivocado estaba. Aquello no era la magia de la isla, sino el enorme poder de la Espada Carver, la cual Arkansa había guardado debajo de su cama en su camarote.

La mañana se llegó, y aunque Hidran despertó con unas terribles ojeras bajo sus ojos verdes, sabía que su momento estaba cerca. El barco había zarpado, y pronto estarían acercándose de vuelta a Hordáz. El hombre se sentó en la cama, se frotó los ojos y procedió a vestirse.

—Libertad… Bendita y maravillosa libertad —susurró antes de levantar sus manos y formar las espantosas nubes grises de tormenta.

El poder se agolpó en sus palmas, era tan fresco, fuerte, libre, maravilloso. Era la mejor sensación que habría experimentado en toda su vida. Ahora entendía por qué los clérigos le temían a los brujos. El poder era arrasador.

Una espantosa mirada tiñó de horror los ojos de Adhi Lecred cuando una quinta y mortal ola elevó su navío y lo hizo tambalearse en medio de un voraz océano. El Capitán tenía su hermosa piel morena perlada de pequeñas gotas de sudor. Estaba dando todo de sí y aún no conseguía salir de aquella terrible tormenta, que sin ningún motivo aparente los había tomado por sorpresa. El capitán maldijo, se mordió el labio y sus dedos se transparentaron sobre la madera del timón. Allá afuera, en medio de la pavorosa tempestad, sus marinos se debatían entre la vida y la muerte al intentar controlar las velas y los mástiles que estaban a punto de partirse a la mitad.

—Señor, no lo lograremos —exclamó uno de los marinos. El pobre hombre tenía los ojos llenos de lágrimas y una gran cortada en la frente que no dejaba de sangrarle.

—No digáis eso, Amaru. No puedo perdernos, tenemos que llegar con bien y cumplir con la misión de nuestro rey.

—Señor… las olas están creciendo.

—¿No tienes nada más importante que hacer, sabandija ingrata? Anda, vete allá afuera y ve para qué eres útil. A mí déjame solo.

El marino se ajustó su camisa después de lanzarle una seria mirada y salió. Quizá allá afuera alguien menos amargado podría pedirle que ayudara en algo. Pero cuando el joven —de no menos de dieciséis años— vio y sintió en carne propia el terrible golpe del viento y el filoso sabor de la sal, un delgado hilo de orín se escurrió por sus pantalones y terminó ensuciando los tablones de madera. Aquello era una escena apocalíptica, de aquellas tormentas que destruyen reinos y sepultan ciudades. Y es que fueron años enteros en los que Hidran debió vivir reprimiendo la increíble fuerza que nació en él.

—Alabado sea Ghirán —con las manos temblando, Amaru se aferró a su escapulario del Gran Santo Rojo. Rezó una plegaria y cerró los ojos, implorándole que trajera de nuevo la paz a las aguas, que les permitiese seguir con vida y que ayudara al capitán Adhi a devolver a la reina y al rey de vuelta a casa. Pero mientras el joven se concentraba en sus plegarias, un ensordecedor grito lo hizo abrir los ojos, justo en el momento en el que el mástil de una de las velas se partía en dos y su punta caía sobre él rebanándole la cabeza.

—¡¿Qué está sucediendo?! —el rey Hiluzan salió de sus aposentos y solo pudo ver la sangre de Amaru escurrir hasta sus botas—. ¡Por el Gran Santo Rojo! ¿Qué es esto?

—¡Regrese a su camarote, Majestad, lo tenemos cubierto!

Pero entonces, un estridente trueno hizo retumbar a todo el océano entero. Un relámpago partió el cielo a la mitad y de la nada, el rugir de una extraña criatura les puso los pelos de punta a toda la tripulación, al capitán y al rey mismo.

Olgha había visto la tormenta, se había puesto el anillo y era ella quien controlaba a la imponente bestia.

La reina salió detrás de su marido, se aferró a su brazo y con una sola mirada le dio a entender lo que podría estar sucediendo. La misma sensación de la historia, el mismo aroma y la misma carga negativa. Arkansa no había presenciado nunca el surgir de un dragón. Las voces le decían que esa cosa había regresado. Pero la pregunta era: ¿quién, quién lo estaba controlando? ¿Qué ser de naturaleza tan oscura lo había invocado y ahora planeaba utilizarlo como un arma?




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