La Reina de Hordaz

24. Una alta condena a cambio de un acto de fe (parte 2)

—¡Detenedlo! ¡Apresadlo, que en cuanto el barco atraque en Hordáz, lo enviaré a la horca!

—No me sorprende, siempre me has querido ejecutar.

Pese a que los marinos se estaban muriendo de miedo, rodearon al extraño hombre de ojos verdes, e incluso amenazaron con arrojarle algunas redes de pesca encima para inmovilizarlo. ¡Qué estúpidos!

—Pedidme clemencia, hermano, entregadme la corona y te juro que no destruiré a quienes amas.

—Has perdido la cabeza. Podrirte en tu veneno, despreciable culebra.

—¿Culebra? —Hidran sonrió y sus ojos verdes destellaron todavía más—. Veamos el poder que tiene esta culebra. ¡Kinabraska, despiértate de tu sueño eterno, emerge de las sombras, aduéñate de los volcanes y destruye a quienes te han lastimado! ¡¡¡Kinabraska, ven a mí!!!

El hombre extendió sus brazos y las corrientes de viento mecieron sus ropajes oscuros, su capucha le cayó hacia atrás y dejó al descubierto su abundante cabello negro. La criatura de los cielos rugió con una mayor fuerza, las nubes se hicieron a un lado y los relámpagos iluminaron el camino para que pudiera descender.

—Imposible… —exclamó la reina— Es Kinabraska.

—¡¿Existe?! —más que una pregunta, el rey había soltado un alarido de terror. Él mismo había escuchado hablar de Kinabraska; sus amigos en las Rumass le habían narrado incontables cuentos y su esposa le había cantado diferentes baladas. Todos ellos, hablando sobre un mitológico dragón de fuego de monumental tamaño, de alas rojas y cuerpo tan oscuro como la noche… o como aquella tormenta. El rey ya no sabía qué pensar.

Kinabraska abrió las fauces y rugió tan fuerte que la tierra entera pareció temblar, las olas se levantaron y el océano mismo pareció gritar igual de aterrado que sus espectadores.

—¡Kinabraska, ven a mí y destruye a tus enemigos! —Hidran seguía gritando.

—Hay que detenerlo —la reina se apretó su capa, soltó el brazo de su esposo y corrió al interior del camarote, segura de que los marinos y el propio rey intentarían detenerla. Pero ella no creía abandonar tan fácilmente aquella idea de supervivencia. No podía permitir que Kinabraska se acercara a Hordáz y destruyera el palacio. No podía permitir que asesinara a su gente. Pero, sobre todo, no podía permitir que aquel infame dragón tocara a su hija.

—¡Arkansa! —el rey golpeó la puerta— ¡Ábreme!

Pero la reina tenía otros planes. Aquel barco había sido diseñado y construido por Omalie. Así que, cogiendo la delgada caja de madera que reposaba todavía encadenada debajo de su cama, salió por un pequeño hueco que se ocultaba en lo más profundo de su armario. Volvió a ajustarse la capucha sobre su larguísimo cabello rojo y subió las diminutas escaleras, las cuales consiguieron volverla a poner en cubierta sin que su esposo y los marinos que estaban con él notasen su engaño.

—¡Majestad! —gritaron los hombres que seguían en la cubierta.

—¡Apartaos! —Arkansa abrió la caja, sacó la espada y la desenfundó apuntando directamente hacia Hidran, que no paraba de reírse mientras el dragón daba vueltas en el cielo esperando alguna orden.

Por dentro, la conmoción del brujo se sintió como un terremoto, pero decidió que aquello no lo detendría. Tenía planes, Hidran era mucho más que cuerpo y cabeza. Era fluidez, era poder e inteligencia. La espada Carver yacía frente a él, sujeta por la reina, sin embargo, no había manera de que ella la controlara. Se repitió que Arkansa no era una bruja, y que por lo tanto no tendría la sangre para activarla.

—Respetable cuñada, una espada encantada no funcionará contra el poder que Kinabraska y yo hemos vinculado —intentó sembrarle la duda.

—Para tu información, esto no es una espada cualquiera.

—Por supuesto que lo sé, así como también sé que para activarla hace falta una llave, la cual tú no tienes.

—¿Eso crees?

—Estoy seguro.

—La espada que da y quita, que sucumbe a la muerte y a la resurrección. El arma que puede cortar el Mar Káltico a la mitad, y que incluso puede detener una guerra. Alta condena, acto de fe.

Los ojos verdes de Hidran se oscurecieron más.

—Baja esa cosa, Arkansa —la amenazó, y por desgracia, su voz dejó escapar un poco su preocupación.

—¿Ahora sí me tienes miedo?

«Puede detener una guerra. Alta condena, acto de fe».

Ella lo sabía, sabía lo de la guerra y el verdadero poder del arma.

Hidran se mordió la lengua hasta que le sangró. No se había sentido tan colérico desde que su madre lo abofeteó en el puerto de Kair Rumass.

—La que debería temerme, eres tú. Bien sabes que si activas esa espada estarías activando la destrucción de tu propio reino, y sabes que yo regresaré, más fuerte, más cruel.

—¡Arkansa! —el rey salió y sus ojos se llenaron de lágrimas al ver a su mujer empuñando aquella arma ancestral.

«Protege a Ileana, protégela. Es la última en el linaje, y si ella muere, los brujos Arcanos desapareceremos».

—¿Y qué pasa si en algún momento la necesito usar?




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